Unas sillas tiradas a modo de vagones nos transportaban aquella mañana, a mi hermana pequeña y a mí, a un mundo desconocido. Con la ilusión del viaje inesperado, por no tener colegio y convertir la rutina en algo excepcional, nos dirigimos entusiasmadas hacia un maravilloso destino. No recuerdo donde paró aquel tren, nuestra alegría residía en poder subirnos en él, en lo que hasta ahora habían sido unas sillas de estudio y el mobiliario habitual de un dormitorio infantil, en la magia que se creó en la habitación transformada en un remoto paisaje por el que transitaba nuestra locomotora.
El recuerdo de un libro y su protagonista, Teo, una especie de niño gigante, había propiciado nuestro deseo de conocer otros mundos y de transformar el nuestro por unos instantes y para siempre, al enseñarnos la llave para abrir, en cualquier momento y lugar, una puerta secreta hacia cualquier otra parte, con el poder absoluto de nuestra imaginación. Aquel no fue un juego más y tampoco recuerdo haberlo jugado más veces, solo sé que lo sentí de una forma muy especial, como si se hubiera parado el tiempo, como si realmente hubiera viajado en ese tren.
Quizá desde entonces sigo montada en él, abriendo y creando desde mi imaginación, cada vez que quiero, mi puerta secreta.
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