LOS MÉDICOS ENTRARON EN LA HABITACIÓN y me pidieron de una forma muy amable que esperase fuera. Tenían que hacerle unas pruebas de última hora a mi padre y, por lo que se veía, yo les estorbaba.
La sala de espera era bastante cutre: media docena de sillas blancas, paredes desconchadas y llenas de humedades; una máquina de café que se tragaba las monedas, otra de venting, y un par de enchufes mal encajados que no inspiraban demasiada confianza. En el centro había una pequeña mesita de color negro con varias revistas del corazón y unos periódicos de hacía varios años.
Me acerqué a la máquina de café y caí en que no estaba solo.
Me giré por instinto y vi a una muchacha de no más de dieciocho años. Miraba hacia la ventana, abstraída y recostada sobre su asiento con las piernas cruzadas (¿cómo podía estar cómoda así?). Sobre su regazo, sujetaba una mochila escolar azul marina, a juego con su peto y sus sandalias planas. Tarareaba una canción en voz baja que, por alguna extraña razón, me resultaba familiar.
—¿Quieres algo, chica? —le pregunté y ella negó con la cabeza.
Con el ingreso de mi padre, el hospital se había convertido en mi nueva casa. Cuando te pasas dos meses en un lugar como aquel acabas compartiendo café con las mismas personas: el tío de un terminal de cáncer, los nietos de un abuelo con alzheimer o la novia de un pobre muchacho en coma. Sin embargo, no recordaba haber visto a aquella joven.
—¿Esperas a alguien? —pregunté. Asintió sin añadir una palabra y siguió canturreando. Saqué un café para mi y un zumo para ella. Desconocía la razón que la había llevado allí, pero parecía estar sola, y aquél era el lugar menos indicado para estarlo—. Toma. —Le ofrecí el zumo y me senté a su lado—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
Cogió la bebida con una sonrisa pero no hizo por abrirla.
—¿Mucho tiempo? —dijo con voz calmada e inocente. Miró al techo y guardó silencio, como pensando la respuesta—. Supongo.
Le di un sorbo a mi café; ella cambiaba el peso del zumo de una mano a otra y le daba la vuelta. Lo observó desde todos los ángulos posibles, pero no lo abrió.
—¿No te gusta? —pregunté—. Puedo sacarte otra cosas de la máquina, no tienes…
—No lo sé —me interrumpió—, nunca lo he probado.
Enarqué las cejas sorprendido; aquella muchacha era bastante extraña.
—Tengo que decirte algo —dijo ella.
—¿A mí? —contesté.
—Sí, pero todavía no puedo—. Creí que iba a añadir algo más, pero giró la cabeza hacia la ventana y comenzó a tararear de nuevo.
Pasaron veinte minutos y yo ya iba por mi segundo café cuando por el pasillo apareció el doctor de mi padre. Fui a levantarme para dirigirme a él pero la chica me detuvo.
—¡Espera!
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Lo siento… —dijo. En su voz había un matiz extraño, un tinte de pesadumbre. La miré extrañado.
—¿Qué sientes?
—Lo siento… —repitió.
Yo no entendía nada, pero parecía a punto de romper en lágrimas.
—¿Con quién habla? —Era la voz del médico.
—¿Cómo que con quién hablo?, ¿no lo ve? —Volví la cabeza y la muchacha ya no estaba.
El doctor de situó frente a mí, demasiado cerca.
—Me temo que malas noticias, señor, noticias realmente malas.
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