Cogió su ametralladora y sopló con ella todos los brotes de hulla ignífuga que no encontró a su paso, mientras estos florecían sus planetas colisionantes en una cadena rústica y despeñada, cargada de quejas plausibles, pero sin plumas, que seguramente no llegarían jamás a regular puerto ni aunque fuera puerta la que diera las direcciones.
No se despeinó, no porque fuera calvo, si no porque la chicha era calma y con la calma, chicha, una camada de chinches chinchaban en su cama, lo cuál le quedó paralizado al instante mismo en que se desterraban las cabras en el barranco aledaño al islote de la cima del K-2, confundiéndole aún menos que si el cepillo de dientes hubiera tenido recogedor de muelas.
De entre todas las puertas giratorias que tuvo que cocinar, ninguna tenía sus goznes aterciopelados, aunque cierto es que sus cuartos resolvían incógnitas de corte skin, un helado hiperbólico de pequeños trucos impresos en sus cucuruchos de semana santa, cargados de pescaíto, frito de estar vivo frente a la nuca de un sabiondo ranúnculo pseudoesquizofrénico y cuerdo en los ratos en que de cruces se daba cuerda, (que muchos amaneceres son mucho menos que pocos, Pepe Luís).
Así pues buscó en su recámara y al no encontrar ninguna bala de paja, envolvió en plástico todo lo que se le escapaba de las manos volando por los cielos y los infiernos se acalambraron con unos tintes de precioso color rancio caducados y recién salidos de la trituradora, en bloques ínfimos tan sumamente grandes que no se podrían ni rodear por tres tejanos mneumotorácicamente caucásicos, montera en mano.
Así pues amarró el buey a la nada y siguió su curso de CCC (caro, caprichoso y cejijunto) de espaldas al frente de un dinista que de santo tenía poco y de santo lo tenía todo. Como ese perro lazarillo que va y ladra dos veces cada vez que alguien se acaba de despertar en una salsa de tomillo salsero loco por Celia Cruz Ando; sin prisa pero con rebobinado séptuple.
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