¡Estaba decidida a quemarlas a todas en la hoguera! En mi cabeza solo sonaba un doble bombo que me animaba cada vez mas ello. Ellas habían tenido la culpa de encontrarme en aquella tesitura en la que algunos decían que solo sobrevivían a base de comer o whisky, en platos y vasos de cartón para luego tener que fregar con nuestro propio esfuerzo y sudor.
Todos los que estábamos allí habíamos sido libres y presos en algún momento de nuestras palabras, que ahora, más tarde arderían en el mismísimo infierno con un piano de fondo, un compositor de canciones, escritores y ciertos poetas renombrados con diferentes sujetos e iniciales.
Esas malditas, solían tenernos en una especie de “Sala de reuniones” a todos con el fin de pedirnos leer y escribir una vez más, como si un minuto durase cíen años más.
En la entrada podíamos observar a dos guardianes con aspecto musical, Orej y Nahoj, en sus manos brillaba el lema “Escribir técnica terapéutica”. Con esa especie de música tétrica nos hacían dar a las teclas sin respiro alguno como si de la muerte se tratasen esperando a que no dijésemos palabra. Lo que no sabían era el plan que teníamos entre manos para poder disfrutar en algún momento del silencio.
Había llegado el día del juicio final, ninguno de nosotros sabíamos lo que tenían deparado para los que estábamos allí en aquella sala participando a la desesperada por no emitir sonido en esas charlas matutinas habladas; que hacían y que saber quién las escuchaba, seguro que algún cardenal, obispo, cualquiera de ese siniestro mundo habitable, del que los habíamos visto hablar e imaginarnos alguna conversación ajena que otra.
Cuando nos sacaron a todos de aquella sala para reunirnos con otros, que al parecer aún no habíamos coincidido, nos miramos y pudimos tener una especie de poder telequinético a través de aplausos mudos para agradecer lo que habíamos descubierto.
Éramos nosotros mismos en mundos alternativos, donde habíamos aprendido a valorar el gotelé de las paredes de aquella cueva, el silencio más que la comida, a empacharnos con palabras llevadas a las más absolutas absurdas paranoias. Fascinados por la estrategia que habíamos conseguido aunar, conseguimos poner en lo más alto del centro de aquella hoguera a Orej y Nahoj. Ellos mismos serían los responsables de encender aquella cerilla, pero cuando todos coreamos en silencio ¡A la hoguera! fuimos conscientes que ninguno de nosotros teníamos el ingrediente principal para que eso ardiese como una falla valenciana. La gasolina había subido en aquellos últimos años siendo un lujo para ciertos apolillados.
Tras está situación todos los integrantes de aquellas salas nos miramos y en silencio decidimos hacernos amigos de Orej y Nahoj, quienes si lo pensábamos bien nos habían mantenido con vida durante todo este tiempo.
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