Adán (parte 2)

EL CHAPOTEO DE UNOS PIES MOJADOS me devolvió al sótano en el que me encontraba. Adán me observaba asomado parcialmente por el orificio que había dejado la puerta. Tenía los ojos abiertos de par en par, y aunque fuese difícil deducir su expresión por la falta de pelo, el azul de sus iris tan llenos de vida era cuanto necesitaba para sentirme orgulloso. 

Había conseguido hacer un milagro; yo, el loco, a la altura de un dios.

Le tendí la mano y él retrocedió con cautela, aunque en mitad de un paso, perdió el equilibrio y cayó de culo sobre un suelo aún mojado con los restos del líquido amniótico. Era desconfiado, igual que su padre. Nos ahorraría muchas situaciones indeseadas; creer en la bondad ajena era peligroso, un riesgo que no podíamos permitirnos bajo ninguna circunstancia.

—Tranquilo —susurré—, soy papá.

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