Érase una vez una bolita diminuta flotando en el vacío. Una bolita diminuta que, eventualmente, se llenó de vida y, por tanto, de muerte. Cada cosa que estaba viva, lo estaba gracias a un sin número de otras formas de vida y a un sin número de circunstancias ambientales. En aquella bolita, no existía ─ni existirá─ una sola vida que pudiera ser en soledad o en el vacío.
La vida nunca paraba de mutar, de cambiar, de cruzarse y alejarse. Con el tiempo, apareció una forma de vida especial, que llegó a existir ─y que ha llegado hasta nuestros días─ gracias, como todas las demás formas de vida, a la diversidad. Lo especial que tenía esta forma de vida era una habilidad en la que era mejor que cualquier otra: categorizar. Es decir, podía mirar al mundo y ser capaz de ver cosas diferenciadas de otras, y así, apreciar los detalles y los matices de la diversidad en la bolita.
Esta habilidad permitía cosas tan básicas ─y maravillosas─ como distinguir una seta comestible de una alucinógena, recordar sabores distintos y crear recetas de platos maravillosos, comprender el paso de las estaciones, incluso componer música ─es decir, ordenar con sentido el sonido─. Esto también les dio la capacidad de nombrar las cosas.
El problema ─porque parece ser que no puede haber una historia que se precie, ni siquiera una breve, sin problemas─ es que esta misma habilidad terminó siendo su perdición. Esta habilidad permitía construir diferencias, incluso donde no las había. Y así, aparecieron los pueblos, las naciones, los países y las fronteras. De alguna manera, esta habilidad llevó a esta forma de vida a entender que todo lo diferente era algo malo, que había que eliminar, o algo valioso, que había que controlar. Y esta lógica llevó a la especie a reducir la diversidad de la bolita, que era lo que había posibilitado y, de hecho, posibilitaba su existencia en un primer lugar.
Podría decirse que el problema no era la habilidad en sí, si no la pequeña y débil memoria de esta forma de vida. El hecho de no recordar cómo todo estaba conectado, llevó a ir separando más y más todo, desconectando todo. Era como si hubieran querido solucionar el puzle de la vida, y en lugar de juntar piezas, las estuvieran separando.
En una historia menos breve hablaremos de cómo arrancaban árboles para colocar en su lugar toldos y sombrillas; de cómo protegían la fruta quitándoles la piel y cubriéndolas de plástico; de cómo, en suma, daban la espalda a todo lo que había mantenido el mundo con vida.
En esta breve historia nos detendremos en una de las consecuencias de esta habilidad: se habían desconectado tanto, que entre la misma especie se entendían como diferentes. En una vertiginosa revolución de apenas cuatrocientos años, se dedicaron a levantar muros para delimitar sus casas y la de los demás. Y después ir a casa de los demás a conseguir la comida. Esto, por supuesto, significaba que los demás se quedaban con menos comida. Y este abuso continuó durante años y años, durante generaciones. Esto es clave, porque facilitó que quienes ahora estaban vivos, no recordaran bien qué hicieron quienes estuvieron antes. Y por eso, cuando desde otras partes llegaban ─sin ánimo de venganza o revancha, más bien con hambre─ a quienes estaban de un lado del muro no les parecía bien que otros entrasen en su casa. Porque no se acordaban bien, pero algo intuían, y tenían la sospecha de que les querían hacer eso mismo que no estaban dispuestos a reconocer que habían hecho.
Así que a todo el mundo ─de un lado del muro─ les parecía bien que esas forma de vida de fuera, diferentes, otras, se murieran sepultadas intentando cruzar su muro. También les parecía bien, y de justicia, que algunas formas de vida de fuera se encargaran de impedir que otras llegaran. Así, al final ─y al principio, y en el medio─, los de un lado del muro vivían a costa de los del otro lado, importando la vida dentro y exportando muerte fuera. Pero no pasaba nada, porque dedicaban su vida a olvidar, y quien no sabe lo que ha hecho, no puede responsabilizarse de sus actos.
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