Corre el sudor por mi frente mientras me apresuro a llegar a la cita. Caminando por las aceras ardientes de la Gran Vía, admiro sus edificios, sus azoteas, e imagino cómo sería vivir en una de ellas y mirar a la gente desde abajo, pequeñita. Una pareja en el paso de peatones se besa apasionadamente. Ríos de gente, no puedo avanzar. Siento a la vez angustia, excitación, nervios, expectación. Solo el hecho de pasear sola por esta gran ciudad ya me hace sentir libre. Advierto al andar lo bonitas que se ven mis piernas bronceadas con esta minifalda. Avanzo lenta, como si me costara la misma vida. 

Me adentro en las calles de un barrio ciertamente desconocido para mí. Al llegar al sitio de la cita, siento mariposas en el estómago. Ya nos hemos visto un par de veces antes. No dibujo bien el lugar donde le conocí. Se me nubla la mente tratando de recordarlo. Por fin aparece doblando la esquina, pronto clava sus ojos en mí con esa mirada iluminada que había visto antes en la pareja del paso de peatones. Me rodea con sus brazos mientras me da un beso que me hace temblar por dentro. Nunca me habían besado así. Qué sensación. Como los niños cuando vuelven a ver el mar cada verano. Yo sólo puedo dejarme llevar.

Casi no puedo moverme. El asfixiante calor me despierta empapada en sudor en mi habitación, miro cómo el sol de la tarde refleja en la pared blanca de cal, advirtiendo con apuro que tengo que preparar la merienda y la ropa para hoy. Francisco, mi marido, está leyendo el periódico mientras los niños juegan en el patio. Percibo ese olor a jazmín que me devuelve a la realidad. Hoy, 15 de Agosto de 1959, la Virgen del Alcázar, patrona de Baeza, sale en procesión por primera vez por las calles del pueblo. Me dispongo a mis tareas, ciertamente disociada aún de la realidad, con el cuerpo aún sintiendo el beso, el calor, la libertad. Hoy todos debemos vestir elegantes, por la Virgen. Yo elijo la falda plisada que me trajo Francisco de su último viaje de negocios a Madrid.