Nadar en el infierno

«Mira, mira cómo intentan trepar los muy cabrones…».

Recuerdo a mi abuelo diciendo eso mientras los dos mirábamos cómo cuatro o cinco cangrejos rojos hacían intentos desesperados por escapar de la olla hirviendo. Yo reía con nerviosismo, supongo que por agradar a mi abuelo y, a la vez, temiendo una más que justificada e improbable revuelta victoriosa de los cangrejos. ¿Y si conseguían huir y nos pellizcaban con esas pinzas amenazantes? Algunas veces sí habían corrido por la encimera y el suelo de la cocina tras zafarse del papel plastificado que usan en las pescaderías; entonces yo me alejaba y me agarraba al marco de la puerta dispuesto a salir huyendo hacia el salón, y de ahí a la calle si era necesario, mientras mi abuelo –o mi abuela, en otras ocasiones– se acercaba con diversión y agarraba a los cangrejos para meterlos en un bol resbaladizo (la antesala de las calderas).

Cuando los animales de ojos negros caían al agua burbujeante, dejaban de moverse en pocos segundos. Entonces –«¡ja, ja, já!»– retumbaban las risas victoriosas en la cocina grande y luminosa. Y yo sonreía aliviado porque esta vez la revuelta tampoco había acabado con uno de los lóbulos de mis orejas amputado por una pinza de cangrejo. Impresionado por el calor que desprendía el recipiente sobre mi rostro, trataba de imaginar la sensación de los cangrejos al sumergirse en el agua burbujeante. ¿Les herviría la sangre? A mí desde luego que no.

Un rato después, ya sentado en la mesa y al calor del ruido de fondo que son a veces las conversaciones de los adultos, alargaba la mano hacia la paellera para rescatar alguno de estos cangrejos entre las dunas de arroz. Cuidadosamente le retiraba los granos amarillentos del cuerpo. Contemplaba tranquilo la fisionomía del cangrejo, ya completamente inofensivo, derrotado. Le partía las patas y absorbía ruidosamente su jugo. Sonaban las cornetas de la victoria. Después le abría el cuerpo en dos e intentaba aprovechar toda la carne posible. Cada vez se me daba mejor, me notaba más resuelto. Mi abuelo me miraba con orgullo, o eso intuía yo. Ahora recuerdo esas paellas de la infancia cada vez que me quemo las manos fregando, cuando la temperatura del agua sube de manera tan repentina e inesperada como el volumen de los anuncios de la tele.

Y me hierve la sangre y me atraviesa la nostalgia.

Todo a la vez.

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