El protocolo era muy claro. Durante las seis horas del viaje, nadie podría comer ni beber. Si querías hablar por teléfono, lo hacías con la mascarilla puesta. El calor era sofocante, pero todos cumplimos a rajatabla. Todos menos aquel tipo. La mascarilla le duró cinco minutos. Parecía que tuviera una de esas resacas en las que todavía estás borracho. Bebía Coca-Cola y eructaba. Hablaba solo, en alguna lengua eslava. Yo lo miré. Los de alrededor también. No dijimos nada, por no molestar.
El tipo, al que voy a llamar Stephan, por darle un nombre, tuvo la suerte de tener los dos asientos para él. Se acurrucó y se quedó dormido; gesto que todos agradecimos hasta que se puso a roncar como un jabalí.
En la primera parada del autobús, subieron dos señoras y miraron, muy educadamente, sus billetes; comprobando hasta tres veces que debían sentarse en los asientos donde Stephan estaba babeando sin mascarilla y depositando su culo respectivamente.
Stephan se desperezó y asintió. Se sentó dos filas más atrás. Nadie le dijo nada una vez más. Por no llamar la atención.
Dos paradas después subió otro señor mayor al autobús. Miró su billete y miró el asiento de Stephan. Lo miró de nuevo. «No será verdad», pensé. Sí lo era. Stephan estaba en el asiento del caballero. Se levantó sin protestar y fue a sentarse detrás de mí. Maldije mi suerte.
Por un momento pensé que Stephan se habría colado, que no tendría asiento, pero era poco probable que al conductor se le hubiera pasado aquel tipo. Mi conclusión fue que le daba exactamente igual dónde se debía sentar. Y si tenía que llevar o no mascarilla. O si era más o menos molesto eructar o hablar en voz alta. No le dijimos nada, ¿qué le íbamos a decir?
De soportar a Stephan pasé a sentir a Stephan. Rebuscaba cosas en mi respaldo, movía las rodillas, me daba golpecitos, hacía ruidos. El tipo de su lado no dijo nada. Yo tampoco, por educación. Me limité a subir el volumen de mis cascos.
A dos horas de la llegada, Stephan volvió a bajar en la parada. Y el autobús no hacía paradas. Me explico: paraba para recoger viajeros, pero no descansaba ni un minuto. Aparcar, subir, reanudar. Yo fantaseé con estirar las piernas, pero calculando el tiempo que tardaba, dudaba que me diera tiempo a bajar del autobús siquiera.
Stephan se liaba cigarros y bajaba a darle… ¿qué? ¿Dos caladas? No le podía dar tiempo a más. Pero bajaba, fumaba y subía. Liándose un cigarro nuevo cada vez. A dos horas de la llegada, decía, bajó. Y en menos de un minuto, el autobús reanudó la marcha. Pero Stephan ya no estaba. Miré hacia atrás y me encontré con la mirada de su compañero de asiento, tan ilusionado como yo. No nos dijimos nada, pero telepáticamente tuvimos esta conversación:
—¡Se ha quedado en tierra!
—¡Nos hemos librado de él!
Los dos abrimos mucho los ojos y levantamos las cejas. Fue el mejor minuto del viaje.
Sesenta segundos después, se abrió la puerta del baño del autobús y salió Stephan, tan contento. El señor y yo no nos quisimos mirar más. Tampoco dijimos nada, por no levantar la voz.
Cuando apenas quedaba una hora para la llegada, Stephan se levantó. Pensé que se iba a poner a pasear autobús arriba y abajo. Claro que sí, Stephan, estira las piernas, tú a lo tuyo.
Resultó que iba armado.
Stephan sacó un arma corta negra que parecía muy real. Y eso que yo nunca había visto una auténtica. Quizá por eso mismo.
Empezó a disertar en su lengua, la que fuera. Si estaba enfadado, no lo parecía, aunque las palabras sonaban desafiantes. Eramos cincuenta y nueve personas más que él, pero no dijimos nada, por miedo.
Se dirigió al conductor con un papel en una mano y la pistola en otra. Cuando el conductor reparó en el arma, perdió el control por un momento y casi nos vamos contra la mediana. Stephan le indicó que mirara el papel, que tendría, supongo, una dirección. El conductor tampoco dijo nada. Ni sí ni no. Teníamos miedo a hablar.
Pensé en hacerme el héroe.
Lo dejé de pensar al momento. Por no llamar la atención.
Dos horas después paramos en una gasolinera en un pueblo perdido de Toledo. «No será verdad», pensé de nuevo. Stephan dejó el arma en su bolsillo y se lió un cigarro. Se lo fumó mientras llenaba el tanque. Todos pensamos en bajar. No lo hicimos, por no armar alboroto.
El conductor miró hacia atrás, buscando un cómplice o un héroe. Nosotros lo miramos a él buscando lo mismo. Ninguno lo encontramos.
Ahora llevamos dos horas más de viaje hacia el sur. No sé adónde vamos, pero probablemente tampoco sobrevivamos para contarlo. Supongo que Stephan nos llevará a donde quiera ir y luego nos matará, para eliminar testigos.
No creo que nos resistamos mucho, más que nada por no importunarlo.
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