Los guerreros del emperador Florencio velaban armas. El grupo de mercenarios más caros del imperio estaba preparado para alcanzar la gloria. Venían de un fracaso estrepitoso y no podían permitirse la derrota. De hecho, intentaron huir de aquella guerra para iniciar sus propias conquistas. No funcionó; los cabecillas del Estamento Central se les echaron encima. Agacharon las orejas y anunciaron acto seguido que volverían a traer la gloria a la ciudad de Mayrit. El emperador Florencio estaba dispuesto a hacer todo lo necesario. Contrató a los guerreros más gloriosos con las riquezas que había obtenido en la construcción de algunos de los edificios más importantes del imperio. Esa era la versión oficial. El rumor de la calle era que su oro estaba manchado de sudor ajeno y sangre. Incluso se permitió construir una nueva Arena para sus esbirros mientras aducía que necesitaban más ayudas del Estamento Central para no quedar en quiebra.
Pocos ondeaban su bandera desde la última derrota. Era como si los seguidores del emperador Florencio se hubieran evaporado. Poco a poco, mientras sus mercenarios iban cortando cabezas y avanzando posiciones, las banderas empezaron a florecer de nuevo. Las empezaron a ondear los infieles que no seguían los combates, e incluso los que adoraban a otras tropas, que con gusto cambiaban de colores para poder cantar victoria. Pelea tras pelea se sucedieron las coincidencias, los tratos de favor, los regalos antes de la lucha, las charlas con los jueces. Combates que ganaron inexplicablemente cuando la derrota era segura. Los vítores rugían justo después del desprecio. Ellos lo llamaron fe y daban gracias a Dios. Los rivales sabían que eso no era todo.
Los rebeldes de la ciudad de Mayrit, los Atleos, a los que llamaban Los Negadores de Dios, venían de tocar la gloria. Quisieron imitar el modelo de sus rivales y contrataron a algunos mercenarios prestigiosos. No funcionó. El sacrificio y el coraje, sus principales armas, dejaron paso a una displicencia y una arrogancia que les costaron muy caras. Aún así, los rebeldes siempre contaban con las banderas de sus fieles, que teñían de rojo las calles del Mayrit más auténtico, en las derrotas y en las victorias.
Uno de los mercenarios más ilustres del emperador Florencio combatió para los Atleos años atrás. Olvidó su pasado como el que olvida una deuda y se empeñó en demostrar que estaba comprometido con la causa besando el emblema del emperador y aclamando a los cuatro vientos su nueva fe, como un niño pequeño buscando el amor de su padre adoptivo. Atacó a los Atleos y proclamó que el único ejército verdadero de la ciudad era el que ahora defendía.
El destino, que pocas veces es justo, decidió que él sería el héroe de la última batalla.
El mismo que, cuando combatía del lado rival, insultó al clan del emperador.
Florencio y los suyos tocaron la gloria una vez más. La enésima. Y entonces sí, un ejército de cucarachas blancas salieron a las calles como si alguien hubiera quitado la gigantesca piedra que cubría su nido oscuro. Proclamando la única fe y la verdad absoluta una vez más.
Al menos así sería hasta la siguiente derrota. Poco a poco los supuestos fieles irían desfilando a la grieta oscura de la que salieron. Dirían otros credos o admitirían que en realidad son ateos, o fingirían desinterés. Mientras, las banderas de los Atleos ondearían fuerte, más en las derrota que en las victoria, mucho más cuando no sopla el viento, decididos una vez más a combatir la tiranía del emperador Florencio y sus acólitos. Aunque el mundo entero estuviera en contra. Decididos, impulsados por una fe infatigable, sin dejar de creer en su destino. Qué irónico que a ellos, los que no pierden la fe, los llamen «Los Negadores de Dios».
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