Haber cruzado millones de años luz era algo difícil de asimilar. Caminar sobre la superficie de un exoplaneta tan distinto y tan parecido a la Tierra, bañado por la luz naranja de una estrella que no era el Sol, tenía implicaciones que dudaba poder comprender alguna vez.
Durante las primeras horas todo había sido caótico y frenético. La lanzadera se estrelló en mitad de la jungla, y pasó la mayor parte del tiempo huyendo de criaturas insectoides enormes. Hasta que llegó a un claro repleto de unas flores rosas que inundaban el aire con un olor especial. En ese claro, las conoció.
Unas criaturas aracnoides del tamaño de una persona –y que recordaban vagamente a una–, cubiertas con esas mismas flores rosas. Se habían acercado lenta y tímidamente, le habían ofrecido agua para calmar la sed, una especie de fruta para saciar el hambre. Le habían hablado. No con palabras, sino con olores. Olores que habían pasado de la preocupación al alivio. Le cuidarían.
Así, las semanas se sucedieron mientras le cantaban con feromonas, le acariciaban con pétalos y le alimentaban con frutos deliciosos. Había llegado a sentirse a salvo, en casa, a no querer volver. Al fin y al cabo había salido de su planeta natal en busca de una nueva vida.
En eso pensaba, mientras su sistema nervioso se apagaba y la vida se abría paso. Incontables criaturas diminutas brotaban desde su interior.
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