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—¿Y ahora qué, capitán?
Marko se sentó junto a Ketil mientras le dirigía la pregunta.
—Bern está muerto. —Limpiaba su hacha metódicamente, unas astillas de hueso se habían quedado pegadas en el filo, que se había mellado en varias zonas. Él mismo tenía la cara y la barba llena de pedazos de bandido. Marko era el tipo de hombre que limpiaba antes su hacha que sus barbas. El tipo de hombre con el que no te alegraría compartir baño, pero sí bando en una pelea.
»Era un buen hombre, y un buen capitán. —Miró hacia el cuerpo desangrado de Bern—. Nunca más.
El hombretón suspiró profundamente y siguió con la limpieza. Ketil miró a Hallstein. Flacucho, con nariz aguileña… No inspiraba confianza en los extraños. Ketil, por otro lado, le había confiado su vida en muchas ocasiones.
—Supongo que es una decisión que tenemos que tomar. Quedamos nosotros tres —dijo el hombrecillo con una voz grave que no encajaba con él—. ¿La Llorona sigue viva?
Ketil miró a su alrededor. Se estaba haciendo viejo para esto, pero no podía imaginar otra vida. Tal vez, ser el borracho desgraciado de un pueblo perdido en las llanuras. Y no estaba dispuesto a terminar como su padre.
—Si depende de mí, sigue viva. ¿Qué dices, Marko?
El hombre levantó la cabeza sonriendo.
—¿Y tú, Hallstein?
—Le debo dinero a Marko. El único motivo por el que no me ha intentado matar es porque somos hermanos de armas.
—Y porque corres demasiado rápido, piltrafa. —La risa estentórea de Marko llenó el bosque, y varias aves huyeron desde las copas de los árboles.
Ketil miró a sus dos compañeros. Marko era un hombre noble de corazón, pero muy influenciable. Mejor tenerle cerca. Hallstein se escondía bajo varias capas de cinismo, humor ácido e indiferencia. Tenía un código moral un tanto particular, pero Ketil siempre se había sentido cómodo con él y, de hecho, había aprendido mucho. El nuevo capitán se levantó y sacudió el polvo de las calzas.
—Si La Llorona sigue viva, entonces honremos a los nuestros.
***
No hubo ceremonias ni discursos. Cada cual honró con sus pensamientos a sus camaradas caídos, cuidadosamente sepultados bajo rocas blancas: Bern, Edgar, Devon y Axel.
Después de recuperar todo lo que fuera útil de los cadáveres de sus enemigos, encaminaron sus pasos a Haldorf para cobrar la recompensa. Cierto es que el desgraciado de Russell había escapado, pero no sus hombres. Marko se había encargado de coger una prueba de cada uno de ellos. Cobrarían la recompensa, descansarían y pensarían en su siguiente movimiento.
El camino fue corto, de apenas media jornada. Se iba mucho más rápido cuando no se tenía que rastrear y seguir los pasos de una apestosa banda de asesinos. Hallstein lideraba el camino, tenía un don para buscar el camino más directo. Ketil iba en medio y Marko cerraba la comitiva. Le asomaban por encima de los hombros los mangos de su hacha y de la maza de Bern. A todos les había parecido apropiado que Marko se llevara la maza, al fin y al cabo era la única persona lo suficientemente grande y fuerte como para poder utilizarla.
Los tres hombres llegaron cansados y desaliñados a Haldorf. Tenía más de diez edificios, así que parecía mucho más un pueblo que el resto de aldeas de la comarca. Se dirigieron directamente a la casa del hombre que les había contratado. Ketil no lograba recordar su nombre. Los dioses sabían que hubieran ido primero a la taberna a descansar y llenar el estómago, pero para eso necesitaban cobre.
Era la única edificación de dos plantas del pueblo. La puerta estaba abierta. Del interior emanaba un intenso olor a ajo, a madera podrida, a puchero y a sudor.
El suelo, de tierra, estaba removido por el ir y venir de la gente. Dentro, una única estancia que servía de salón, cocina y asamblea del pueblo. Y todo el pueblo. Cada alma temerosa de los dioses se encontraba allí, esperándoles, sentados en distintos bancos de madera dispuestos por toda la habitación.
Entraron, primero Ketil, luego Hallstein y por último, agachándose, Marko. Todo el mundo estaba callado, pero no se podía decir que reinara el silencio: el sonido de las botas de los mercenarios sobre la tierra, el tintineo de las cotas de malla y el crujir de las piezas de cuero de sus armaduras, la respiración y las toses ocasionales del público, y el golpeteo de la daga del alcalde en el reposabrazos de su silla, situada en el centro de la estancia.
—¿El capitán Bern ha caído?
El alcalde, de cuyo nombre no conseguía acordarse Ketil, era un hombre que frisaba los cincuenta y muchos, calvo y tuerto, con una cicatriz que le atravesaba medio rostro, con una espesa pero cuidada barba blanca, ornamentada con dos trenzas que unían los bigotes y la perilla.
—El capitán Bern, también nuestros compañeros Devon, Edgar y Axel. Todos cayeron en batalla. Recordad sus nombres, gentes de Haldorf pues han caído para que durmáis tranquilas esta noche —respondió Ketil con voz rasgada girándose hacia todas las personas que estaban en la sala.
—¿Debemos entender que Russell el Zorro y sus hombres son alimento de alimañas y pasto de carroñeros?
—Sus hombres yacen hechos pedazos en el camino. El maldito Zorro los sacrificó para escapar —dijo el nuevo capitán a la vez que hacía un gesto a Marko, quien lanzó un saco a los pies del alcalde.
El saco quedó medio abierto, y dentro se dejaban ver varias orejas cortadas. Inmediatamente se rompió el silencio en la sala: gritos de desaprobación, suspiros de alivio y un par de sonoras arcadas.
—¡No han cumplido!
—¡No les paguéis!
Marko dejó caer la maza de Bern en el suelo, entre sus pies, se quedó mirando al su alrededor mientras se hurgaba entre los dientes con sus dedos de gigante.
—¡Silencio! —bramó el alcalde.
Ketil no hubiera sabido decir si la gente se calló por la orden del alcalde o por el gesto de Marko. Optaba más por la primera opción.
—El capitán Bern era un hombre honorable. Entiendo que vosotros también, y que no se amenazará a la buena gente de Haldorf con el arma de Bern —dijo el alcalde.
«Hay que reconocer que tiene redaños», pensó Ketil. Notó cómo Marko se removía inquieto, con cierta vergüenza.
—Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo: quinientas coronas —continuó el anciano.
—El trato eran ochocientas.
—Pasan dos cosas, espadas de alquiler. Por un lado, de esas ochocientas se podían contar cien de la Aldea de Bota Rota. Esas cien coronas deben estar en las bolsas del Zorro, con quien, por el otro lado, no habéis acabado.
—Debe ser la aldea que vimos antes de la emboscada. —Ketil escuchó a Hallstein susurrar a Marko.
—El trato era acabar con la banda de Russell. Poco podrá hacer esa alimaña sin hombres que le sigan.
—Ese hombre es un malnacido, pero no un estúpido. En cuanto se recupere, y no le será difícil, volverá para acabar lo que empezó. —Esperó unos instantes antes de añadir—: Os propongo lo siguiente, mercenarios. Seiscientas coronas ahora y vuestro compromiso de dar caza y muerte a Russell el Zorro, hecho lo cual os ganaréis otras cuatrocientas.
Los mercenarios de La Llorona se miraron entre sí, asintiendo.
—Tenemos un trato —dijo Ketil.
El alcalde se levantó. Nunca lo habían visto de pie. Era casi tan alto como Marko.
—Lo sellaremos a la manera antigua —sentenció mientras se pasaba el filo de su daga por la palma—. ¿Capitán…?
—Ketil —respondió mientras cogía la daga que le ofrecía el alcalde y hacía lo propio.
—Olaf Bernsen, alcalde de Haldorf, y Ketil, capitán de La Llorona. El trato está sellado —sentenció el alcalde con voz firme a la par que daba un apretón de manos a Ketil, sellando el trato con sangre.
A la manera antigua.
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