No puedo acordarme de cuándo empezó a vivir con nosotros la muerte. No consigo tener claro que día se mudó y su estúpida cara sin ojos y sus andrajos pasaron a ocupar un puesto más en la mesa del salón.

Es posible que lleve aquí toda la vida pero no le prestara atención, cómo puede que les pase a mis padres y mi hermano, tan tranquilos comiendo cereales al lado de ese espantajo mudo y deprimente. Si es así quisiera volver a no ver, elijo mil veces la pastilla azul.

Tampoco es que les haya preguntado. No parecen haber cambiado mucho, ni preguntaron de dónde salió, ni definitivamente se han dedicado a reforzar las entradas y salidas de la casa para que se quede fuera. Así que no quiero ser la aguafiestas, no quiero alterar su adorable rutina de risas y siestas mientras la parca contempla sentada al lado de la pila absurda de cojines.

No quiero añadir más estrés a mi madre del que ya produce la renovación del cuarto de baño grande, justo ahora que empieza a estar tan ilusionada con el resultado. No creo que a mi padre le hiciera mucha gracia la noticia de compartir su inminente jubilación con un compañero de piso tan lúgubre.

Tampoco me gusta que vean al muermo en el que me ha convertido, que se queda mirando temblequeante en medio de las comidas al vacío de esas cuencas, con un peso en el estómago y la angustia a punto de reventar en la garganta.

Así que seguimos conviviendo en armonía. La costumbre ayuda, y al final hay momentos en los que la rutina se vuelve eso, rutina, y parece que te has lavado toda la vida los dientes con su molesto reflejo en el espejo. O incluso te convences de que como perchero no tiene igual.

Al final la cuestión es verle la parte positiva a todo. Te mire quién te mire desde el rincón de tu habitación.