Un paseíto para Pelayo

Pelayo era uno de los mandamases de una de las sedes del BBV en Madrid. En octubre de 1999 su banco y la sociedad Argentaria anunciaron su fusión para principios del 2000. A Pelayo no le gustaba aquello ni tampoco las «maquinitas», que era como él llamaba a los ordenadores. Para noviembre todo el mundo empezó a tener pánico al Efecto 2000, Pelayo incluido, y el 23 de diciembre, en lugar de tomarse unas vacaciones navideñas con su familia, Pelayo sacó toda su hacienda (que no era magra) en efectivo, la distribuyó en maletines y se plantó en un pueblo fantasma en su Asturias natal. Sabadía, se llamaba. El nombre era lo de menos. Pelayo iba a pasar Nochebuena y Nochevieja allí, alejado de cualquier maquinita (ahora, en Asturias, maquinina) y de los peces gordos de Argentaria. El mundo se iría a la mierda, pero a él no lo iban a pillar así como así. No, señor.
        El 1 de enero del 2000 debería haber acabado el mundo, pero sólo fallaron algunos parquímetros.
        A Pelayo tanto le dio. Estaba a otras cosas. Por ejemplo, a hacer fuego y a pensar en un plan para cuando se le acabara la comida en lata con la que se había abastecido. Antes de primavera, Pelayo tuvo listo un pozo y tierra para sembrar. En esos tiempos no existía el veganismo, pero se había resignado a serlo sin saberlo. En verano encargó un cerdo a un paisano de un pueblo cercano. El siguiente enero, cuando iba a pasarle el cuchillo, eligió la compañía antes que la carne.
        Entre unas cosas y otras, se le olvidó volver.
        En ese primer año perdió treinta kilos de grasa y ganó diez de masa muscular. Estaba hecho un toro de mover leña, sembrar, subir cubos de agua del pozo y hacer chapuzas aquí y allá. Su fofo culo de banquero quedó en un mal recuerdo. No le llegaban noticias del mundo, así que concluyó que el mundo se había ido a la mierda y que había hecho bien. Claro que tampoco había carteros en el pueblo.
        Cuando se quiso dar cuenta, ya era 2020 y en abril cumpliría los sesenta y cinco. Pensó que se había ganado una jubilación, pero no tenía nadie que le talara árboles ni nadie que le sembrara. Así que lo dejó en una excursión. Y como no sabía adónde ir y no era hombre de medias tintas, se acordó del Camino de Santiago. Desde Oviedo, unos trescientos kilómetros. Un paseíto.
        Celebró su cumpleaños en la más serena intimidad y preparó el macuto. Se acordó con ternura de los maletines de billetes que seguían debajo del colchón, casi intactos. Dejó preparado un primitivo sistema de riego por goteo, cerró la puerta, se despidió de Alfonso, el cerdo, con lágrimas en los ojos. Ya estaba viejito y probablemente no seguiría con vida a su vuelta. Otra buena razón para escapar.
        El camino hacia Oviedo debería llevarle unas cinco horas, si aquel viejo mapa estaba bien. No se alertó cuando no vio a nadie en kilómetros, seguía convencido de que el mundo era ahora un apocalipsis gobernado por robots de Argentaria. Al menos al principio. Cuando pasó por Molina o Godos y los vio vacíos se preocupó un poco más.
        Nadie en Piedramuelle ni rastro de coches en la A-63. Cuando llegó a Oviedo no dio crédito. Todo estaba desierto, pero había edificaciones nuevas y coches que no había visto en su vida. Las tiendas estaban cerradas, aunque no parecían abandonadas; de hecho, fijándose bien, no lo estaban. Había salones de belleza con letras orientales y ¡oh!, una sede del BBVA, antaño BBV. Pensó en dar media vuelta, pero a lo lejos oyó unos ladridos. Se acercó y finalmente apareció un chaval tras el perro. Era el primer humano que veía en dieciocho años y no era lo que esperaba. Tenía tatuajes en la cara, una gorra a juego con su chandal negro y fucsia y un porro en la mano con la que sujetaba un artefacto rectangular que desprendía una luz intensa, al que miraba fijamente.
        Lo que ese chaval vio tampoco era lo esperado: miró con extrañeza las pintas de aquel señor mayor que era sorprendentemente fuerte para su edad y que tenía ropas que parecían sacadas de un documental.
        Pelayo se quedó mirando sin articular palabra. No había perdido la costumbre de hablar, pero lo hacía solo. O con Alfonso. El chaval se puso en guardia y lanzó un escueto «¡Eh!».
        Pelayo acertó a decir «¿Dónde está todo el mundo?» y el chaval se quedó a cuadros.
        —¿Cómo que dónde? ¿De qué planeta viene, güelu?
        Pelayo se remangó sospechando que iba a tener que usar los puños, pero respondió lo más sosegado que pudo.
        —De Sabadía, llevo un tiempo sin salir.
        El chaval miró con sorpresa y comprendió que aquel tipo no sabía de la misa la mitad.
        —¡Pero! ¿Nun sabes lo del COVID?
        —¿Lo de qué?
        —Sí, home, mira.
        El chaval le puso la pantalla del móvil en la cara y empezó a desplegar las noticias.
        —¿Qué es esto?
        —¿Qué ye’l qué?
        Pelayo señaló la pantalla.
        —¿El móvil?
        —¿Eso es un teléfono?
        —Ay, mi madre, el güelu, que ta abarrenáu. ¿Nun vio usté un teléfonu? ¡Como pa saber lo del virus tamos!
        —¿Qué virus?
güelu—El COVID, güelu, que se va a la mierda tou, que los chinos metiéronnos un virus y ta tol mundu en casa, namá puede salise a sacar el perru; yo acabo de pillame esti pa poder salir un ratu, si non, non te renta.
        El chaval se explayó en las virtudes del reguetón, el trap, las criptomonedas, los videojuegos en línea, las redes sociales, el metaverso y algunas drogas de diseño. El chaval también había estado mucho tiempo sin hablar con nadie. Como tres días. Pelayo meditó un minuto y tomo una decisión.
        —A la mierda, me vuelvo a casa. El mundo sobrevivió, pero está enfermo. ¡Qué bien hice! ¡Ay, Alfonso! En casa estaremos bien.

5 respuestas a “Un paseíto para Pelayo”

  1. Grande Pelayo!!! De mayor quiero tener los huevos que tiene él! A la mierda con todo y con el mundo también! Jajaja

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    1. Si es lo mejor. Sólo le falta una biblioteca 😆.

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  2. Ole ahí

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