Salí de mi pequeño estudio en Moncloa a toda leche, con la chaqueta beige que tanto me gustaba y que realzaba mis ojos, pero puesta del revés por las prisas. Ya tendría tiempo después de darle la vuelta.
Intenté parar un taxi, casi arrollándome en el intento, y mientras el anciano taxista me insultaba a gritos (de una manera bastante original, he de decir), yo me lancé de cabeza a los asientos traseros para gritar al cristal de separación un tajante y decidido “¡Al aeropuerto de Barajas, lo más rápido que pueda, por favor!”.
No sé si me preguntó o no el por qué de las prisas. Igualmente, comencé a contarle que el amor de mi vida se iba en un avión ese mismo día, y que no iba a desperdiciar la oportunidad de llevar a cabo, en un arranque de heroísmo frenético, uno de mis clichés cinematográficos preferidos.
Así que ahí estaba yo, con el pelo como si me acabase de atropellar un tornado, el primer pantalón vaquero que vi tirado en mi “silla de la ropa” y una chaqueta puesta del revés, decidido a hacer el mayor gesto de valentía de mi vida.
Pues resulta que al taxista le empezó a emocionar la historia que le iba contando y, a medida que avanzaba el viaje, vi como su paso tortuga evolucionaba paulatinamente a una huida delirante sin frenos.
Cuando llegamos a barajas, dejé a mi improvisado colega haciéndome un gesto de “pulgar hacia arriba” con la única mano que aún no tenía esposas policiales, y me adentré en el enorme edificio.
Como no podía ser de otra manera, estaba a reventar de gente, así que robé un patinete eléctrico a alguien de la calle, y me adentré con él en el aeropuerto.
A tomar por culo.
No me hizo mucha gracia descubrir que si alejas el patinete del móvil desde el que se ha alquilado, se desactiva solo, así que acepté la hostia en el ojo derecho por parte del propietario, encajándola con elegancia y apenas sin llorar. Da lo mismo, corriendo también se llega a todos los sitios.
Conseguí una posición estratégica encima de un montón de maletas abandonadas cerca de una de las puertas de embarque más abarrotadas del edificio, y me aclaré la garganta.
Como no todos los días se sube a una montaña de maletas un señor con un ojo color “disgusto”, las rodillas sangrando peligrosamente (porque no os lo he contado pero me caí en la cinta mecánica mientras corría) y con la chaqueta llena de costuras y bolsillos dados la vuelta, conseguí la atención de absolutamente todos los pasajeros, de los trabajadores del aeropuerto y, muy a mi desgracia, también del personal de seguridad. Por suerte éstos últimos tenían tanta curiosidad como el resto, así que se limitaron a rodearme amenazantes y dispuestos a derribar la torre si fuera necesario.
Miré al infinito, cogí aire, me sacudí los miedos y comencé mi soliloquio.
-Señoras y señores, hoy he tenido un día de locos. He salido de mi piso hace como una hora, he escupido a la muerte varias veces en el camino en taxi hacia aquí, me han golpeado en el ojo con la fuerza de mil soles por un patinete que ni siquiera se esmeraba en traerme rápido, he manchado mi chaqueta favorita de sangre y de kit-kat (que sangrar da mucha hambre) y estoy aquí para darle un inicio épico a la mejor historia de amor que se haya podido contar.
Contemplé las caras de sorpresa de la gente que me miraba, algunos divertidos, otros emocionados, y algunos otros con algo que podría denominar vergüenza ajena, si no fuera porque no tendría sentido alguno ese sentimiento en ese momento. Yo que sé, tendrían miedo a volar y les estaría molestando sin querer, seguro. Y aunque me sentí mal por ellos, seguí con mi discurso.
-Lo único, que no… Vamos a ver… No vengo a buscar a nadie… En especial. Quiero decir. No sé si se da la casualidad que después de todo lo que he pasado, y dándome la prisa que me he dado en llegar pues… Que haya alguien que quiera ponerle la guinda a esta historia y compartirla conmigo. Vaya, espero que sí, porque como me tenga que ir a casa solo después de la que he armado, va a ser la bajona, eh.
Sabía que se estaba acercando el momento de subir al avión, porque cada vez había más caras de “miedo a volar” entre el público que me miraba. Yo estaba sudando como cuando te pillas la mano con una puerta automática y no se abre (que por eso también me dolía la muñeca), y no estaba viendo mucha ilusión ni interés por parte de nadie.
Cuando ya estaba a punto de echarme a los brazos del segurata más fornido de debajo de la torre, que ya no me miraba malhumorado sino con un cariño paternal que me repateaba y me daba ánimos a partes iguales, sonó una voz desde la marabunta de gente que me observaba.
-A ver, yo… Me iba a ir con una amiga a Tenerife, pero me he tenido que venir sola porque le ha salido trabajo en el último momento. También llevo la chaqueta con una marca maravillosa de mayonesa, porque suelo comer más con la ropa que de la manera habitual. Y yo no me he caído en la cinta, ha sido al terminar de comer porque se me ha enganchado la falda en la silla.
-No sabía que un aeropuerto pudiera tener tantos peligros.
-Oh sí, hay muchos peligros.
-Lo siento.
-Ya.
-…
-…
-Entonces… ¿Se podrá hacer un cambio de nombre en el billete de última hora? Lo pago eh, si hace falta, que no quiero parecer yo un gorrón o algo.
-Vale… Yo… Miramos si quieres, sí. Me llamo Ada.
-Yo Manuel, pero mis amigos me llaman Zote. Ya te contaré por qué.
-Tiempo tendremos, no te preocupes.
Así que por eso estoy en un avión rumbo a Tenerife un martes. Ada se ha quedado frita, pero nos ha dado tiempo a ponernos al día rápidamente en la cola del avión. Parece bastante maja.
Aunque un poco torpe también, eh, creo yo.
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