Abro los ojos. Acaricio el cielo.
Las ásperas espinas exasperan. Las aspas espirales sofocan. Reconocía la utopía que se me presentaba de otras caídas adrenalíticas.
Material reciclado de antiguas novelas heroicas, ahora convertido en cómicos guiones mal doblados de la película del domingo. Y ni la siesta es placentera, dadme más hastío.
Al menos sé que el conductor, esta vez, conoce el camino. Hace oídos sordos a los pasajeros, al resto de vehículos y a los posibles imprevistos que la carretera quiera regalar.
Porque ahora sabe.
Su cabeza es un mapa de objetivos, no de carreteras.
De la gente que quiera apearse o sumarse no hablaremos hoy, aunque es posible que sirva de entretenimiento en la siguiente parada obligatoria.
Cierro los ojos, siento el desorden.
Me abraza.
Apoya su tornado en mi herido y calado hombro. Lleva siendo así desde hace años. Desde largos paseos de madrugada evaluando mis robóticas constantes vitales. Desde días de infantil oteando el panorama, decidiendo si sumarme o no a la obra, cuándo, y con quién.
Pero ahora ya sé conducir.
A la siguiente piña aprendo a pilotar.
_
Grandes gigantes, yo entre ellos. Me acuerdo cuando los observaba desde abajo, pensando que iban a pisarme, qué equivocado estaba. El constante zarandeo solo sirvió para acabar mirándolos indiferente desde arriba. Otras torres han caído, la mía se ha rehecho. Se ha reconstruido. Y las cenizas son preciosas, no dan miedo. A veces ponen la piel de los pelos de punta, y corta afilada. Acércate, lacerate, ven. Vas a hacer que me macere, como ya hice ayer. Y quizá el alcance de esta cárcel corra más que mi corcel, pero cuando llegue, yo ya estaré allí. Y seré el capataz. Pues menudo soy yo.
Deja una respuesta