Conectamos ese día como los cables sobre tu escenario en aquella sala oscura iluminada.
Dicen que solo nos separan seis grados de cualquier persona en el mundo. Cinco, cuatro, tres, dos, y ahí estabas tú, ahí estaba yo.
Enchufamos la energía, todo se encendió.
Conectamos nuestros bloqueos a torres eléctricas de alta tensión, generando movimientos de ida y vuelta circulares hasta quedarnos dormidos.
Ambos elegimos la píldora roja, y la vida aquí no es fácil. Pero tampoco aburrida.
Irradiamos una luz incandescente que iluminaba todas las sombras de la habitación. Todas las tuyas, todas las mías.
La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma.
Transmutamos la energía que traíamos del mundo, a este mundito nuestro más que privado.
Reparábamos tus daños con mi cuerpo, reconstruimos mi cuerpo con el tuyo, con agua oxigenada y con cariño, aunque tú a veces prefieras el alcohol.
La verdad escuece, la mentira duele. Tú siempre me dijiste la verdad.
Renacíamos cada noche para volver a morir al día siguiente.
Pero nadie ha nacido para despertar a los demás, sino para despertarse a sí mismo.
Así que conectábamos tanto que saltaron chispas y el cable cortocuitó, devolviéndonos de nuevo al mundo con esa energía transmutada.
Conectábamos tanto, que hasta un día nos vimos en el espejo el uno al otro, y el espejo se rompió.
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