Ignorante de la vida

Allí estábamos todos, en esa consulta de los años de la guerra, con el espacio justo y el aire contado. Frente a la puerta de salida, el médico internista, un señor de mediana edad, con pelo blanquecino, gafas de pasta y un buen hacer que, seguramente, nunca le agradecí lo suficiente. Su rostro se reflejaba serio y preocupado, lo que no terminaba de ser habitual, aunque solo lo hubiese visto en dos ocasiones. A su izquierda, una enfermera, de las de siempre, las de manual antiguo. Intentó disimular su mirada de tristeza absoluta al verme, pero no lo consiguió.

Al otro lado de la mesa, sentadas en dos sillas que habían vivido tiempos mejores, nos encontrábamos mi santa madre y yo. Ella, que ya de fábrica es algo tremendista, viendo a los presentes, comenzó a temblar cual flan en manos de un niño pequeño. Respiraba como si acabase de correr un 10k y tenía las puntas de los dedos blancas de apretar una mano contra la otra. Yo, que intento preocuparme lo justo, viendo el percal, me comencé a tensar un poquito.

Para completar la escena, a mi derecha, de pie por falta de asiento, se encontraba Marcos, mi novio. Parecía tranquilo, calmado, pero se notaba la preocupación en su mirada.

Tras unos minutos de un silencio atronador, donde nadie sabía a dónde mirar ni qué hacer, el médico respiro profundo y dijo:

– Ya tenemos los resultados de tus pruebas. Teniendo en cuenta esto y los síntomas que has presentado, hay dos posibles resultados.

Paró un segundo para tomar aire y hacer un barrido rápido a las tres caras que tenía delante, valorando cuál de ellas estaba menos desencajada. Finalmente decidió que yo sería la persona a la que dirigirse. Cosa obvia por otra parte puesto que yo era la paciente, y era mi diagnóstico, pero no se lo tuve en cuenta. Mi interés estaba en sus palabras, no hacia quién las dirigía. De hecho, creo que si en ese momento le hubiese hablado a la pared, me hubiese dado igual.

Cuando nuestras miradas establecieron contacto, aquel señor se dibujó en mi cabeza como un emperador romano, que albergaba la longitud de mi futuro en la punta de su dedo. Arriba y vería ver crecer el árbol que planté hace dos veranos. Abajo y tendría los amaneceres contados.

Volvió a hablar.

– Las dos posibilidades que encajan con la sintomatología son o tuberculosis o un linfoma. Habría que hacer varias pruebas más para confirmar cualquier…

No terminé de oir la frase, mi cabeza pensó que no era necesario conocer el final. Mi mirada se fue a mi santa madre, que temblaba de pies a cabeza y comenzaba a buscar pañuelos en el bolso como una loca. Conteniendo yo las lágrimas, miré hacia el otro lado y ví como Marcos se alejaba lentamente de mi, como si quisiera salir de la habitación.

En ese momento desconocía por completo cualquiera de los diagnosticos. Sabía que no sonaban bien, y aunque del linfoma no tenía nada de información en mi cabeza, la tuberculosis, me quería sonar de algo. No sabía mucho, eso era cierto, pero se me antojó veloz, contagiosa y mortal.

Comencé a navegar entre mis pensamientos, visitando recuerdos e imaginando posibles finales para mi existencia. Me preguntaba cómo de dolorosa sería la enfermedad, cuando un movimiento inesperado de la enfermera me sacó de mi mente. Se había levantado hacia Marcos, que se encontraba sentado en una camilla abierta que había pegada a la pared, tenía la cara blanca como el papel y casi no podía respirar. La enfermera lo tumbó, le puso los pies en alto, le dio agua y se puso a abanicarlo con el listado de pacientes del día.

De repente fui consciente de dónde estaba y quién venía conmigo. Me volví hacia mi madre, que se recomponía tras el mazazo de enterarase de que su hija era una potencial tuberculosa. Consiguió articular palabra y dirijirse al médico. Mientras yo, aguantaba mis lágrimas alternando la vista entre mis manos y el techo.

– Entonces nos deriva al especialista y hacen más pruebas para confirmar si es una cosa u otra, ¿no?

Ella siempre tan centrada y práctica. Y tan en plural, haciendo lo ajeno suyo, mi santa madre. Miré hacia la camilla, parecía que Marcos volvía algo en sí, al menos podía sentarse y fijar la mirada en nosotros. Le pedí perdón mil veces por habérselo hecho pasar tan mal ese día.

– Si. Como comentaba, considero que el diagnostico más probable sea el linfoma por lo que dirigiremos las pruebas en ese camino.

Espera, ¿linfoma?. Entonces, ¿no es tuberculosis?. Mi cabeza daba vueltas a mil por hora. ¡Probablemente no fuera tuberculosis! Una débil línea de esperanza se abría paso desde el oscuro fondo de mi mente.

– ¿Quieres hacerme alguna pregunta? ¿Tienes alguna duda?

Yo miraba a mi madre esperando que respondiese cuando vi que me devolvía la mirada y levantaba las cejas. Al ver que yo no reaccionaba, me señaló al doctor con un leve movimiento de cabeza. De repente caí en que las preguntas estaban dirigidas a mi persona.

– ¿Eh? Ah, no, no. Ninguna. Gracias.

Quería salir de allí tan pronto como fuera posible. Necesitaba digerir hasta la última palabra de lo que había oído, sobretodo la parte final.

Una vez fuera, mi madre me abrazó fuerte y me preguntó cómo estaba. Le dije que bien y que hablaríamos después. Me dio un beso y se marchó a casa. Noté cómo empezaba a llorar de nuevo mientras se alejaba del hospital. Marcos y yo nos dirijimos al coche.

– ¿Estas bien?. Te has mareado allí dentro, ¿no?

Marcos me miró, entre incredulo y preocupado.

– ¿Cómo estás tú?

Me tomé un minuto para responder. Se me saltaron las lágrimas en cuanto comencé a hablar.

– He tenido días mejores, desde luego, pero oye, ¡al menos no es tuberculosis! O bueno, eso ha dicho el médico al final ¿no? He perdido un poco el hilo.

Solté una tímida risa. Miré a Marcos y su mirada me sorprendió. Me miraba como si la que hablase fuera una persona con problemas mentales y acabase de salir de psiquiatría.

– ¿Qué pasa?. Le pregunté

– Si, ha dicho que lo más probable es que sea un linfoma. Pero, Lu, cariño, ¿sabes lo que es un linfoma?. Me preguntó

– No, pero se lo que es la tuberculosis, y el médico ha dicho que probablemente no sea tuberculosis, ¡así que mira que bien!

Marcos se empezaba a poner blanco de nuevo.

– Lu, un linfoma es un tipo de cáncer.

– Ah.

Marcos me miraba cauteloso, esperando alguna otra respuesta o reacción por mi parte.

– Bueno, pero.. ¡no es tuberculosis!

Respondí, al tiempo que empecé a reír y a llorar. Yo, ignorante de profesión, había salido contenta de la consulta ya que no sabía que de lo malo, me había tocado lo peor.

Una respuesta a “Ignorante de la vida”

  1. Es que suena peor. Habría que revisar el léxico médico. Hablan muy raro.

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