Por aquí hay un gato anaranjado, grande y cabezón. Con unas cuantas cicatrices en las orejas y en el lomo. Un gato peleón, de los que para comer sueltan la zarpa. Hay también una gata gris, tranquila y cariñosa. Al principio la cogimos con el macho, Sol, porque arañaba y le robaba la comida a la gata, Garras, a golpe de zarpa. Ella era la gata de la casa, además. Tenía linaje. Él debería estar en casa de los vecinos, pero ni maldito caso le hacían, y el bicho terminaba deambulando, a ver qué rascaba. Iba y venía a placer, claro, pero si lo veíamos lo echábamos. Maullaba grave e insistente, por un trozo de cualquier cosa. Con el tiempo lo dejamos estar más, al principio por pura pereza, luego, cuando llegó el otoño, salíamos menos y fue ganando terreno.
Un día me miró y pude ver su pena. Se le escapó la pinta de tipo duro, se derrumbó. No sabría explicarlo, algo en sus ojos. Entonces, por primera vez, le di de comer a él. Viéndolo devorar supe que había pasado hambre de verdad, no eran maullidos de postín. Comía con ansia, casi con miedo. Se alejó un poco con la comida en la boca, como huyendo de mí. Yo me quedé observándolo, aprovechando la luz del sol. Cuando terminó, me miró. Pude ver su duda; tampoco sabría explicar cómo. Apartó la mirada y empezó a alejarse, pero dio media vuelta. Se encaminó hacia mí. Era la primera vez que lo veía hacerlo. Dudaba. Le hice un gesto de aprobación, le tendí la mano. Al final llegó después de una eternidad, como si en cada paso avanzara la mitad del anterior. Se dejó, por fin, tocar. Más bien se acarició él solo con mi mano.
—Vaya, así que debajo del tipo duro hay un corazón —le dije.
Comprendí que si había huido antes es porque algún cabrón le habría dado caricias de palo. Al poco llegó Garras y vino a mí también, a mi mano tendida, buscando caricias. O marcar territorio, no entiendo muy bien a los gatos. De pronto, él se celó y sacó su zarpa hacia ella de nuevo. Lo aparté como pude. Volví a ella y la acaricié de nuevo, para dejar claro cómo estaban las cosas. Pero entendí que uno puede volverse un cabrón cuando le falta comida y amor. En eso no somos tan distintos. Ha tenido una vida de mierda, me dije. Ahora hay dos cuencos para las sobras de comida en lugar de uno. Él sigue intentando quedarse con los dos, pero estamos en ello. Creo que ya va entendiendo que aquí no le van a llover palos. A veces ronronea y todo. Hasta ha dejado de maullar como un grillo. Hoy parecía escucharme, así que le hablé.
—¿Ves? Creo que podemos ser amigos. Te han jodido, ¿eh? Si es que tú también te metes en todos los fregaos, ¿a qué sí? Bueno, desconfía, es normal. Pero aquí vas a estar bien. Me pregunto cómo será eso de encontrar por fin alguien con el que poder tirar la coraza al suelo. Da vértigo, chico. Quitarse la coraza que tanta falta te ha hecho. Yo soy como tú, amigo. Te juro que voy a romperte ese escudo. Y cuando vea a los que te han tratado así se van a comer las piezas. Y nos verán aquí sentados, mirando la luna, en paz. Y ellos se harán pequeños discutiendo al calor de su estúpida televisión. Sí, amigo. Yo estoy en ello, pero tú ya lo has hecho. Conmigo estás seguro. Ojalá encuentre yo a alguien que quiera acariciarme el alma cuando le saque los dientes.
Y me miró, os lo juro, como si me hubiera entendido. No sabría explicarlo.
Deja una respuesta