Aquella noche había salido a por tabaco.
Recuerdo perfectamente cómo la lluvia caía sobre mi cabeza mojándome el cabello, y cómo difuminaba los rastros de lágrimas en mis ojos.
Era un invierno frío, no había un alma por la calle y también era tarde.
Allí estaba yo, solo.
Caminaba en dirección a la gasolinera más cercana. Único lugar donde aprovisionarme de esa maldita droga que tanta falta me hace hoy para dormir a estas horas de la madrugada.
Mientras tanto, en mi cabeza solamente rondaban pensamientos sobre cuál sería la mejor manera de quitarme la vida. Debatía conmigo entre seguir viviendo en agonía o acabar de un plumazo con mis expectativas vitales. De todas formas, más tarde que temprano llegaría indudablemente al destino final, omnipresente en la vida de todo ser vivo.
¿Por qué coño estará prohibido quitarse la vida?
¿Hasta dónde estoy obligado a ceder mi libertad ante la sociedad?
En el fondo somos esclavos del estado que nos obliga a vivir y nos castiga si queremos morir por voluntad propia.
Miré el reloj un instante.
3:33AM.
Pisé sin querer un charco de agua.
Suerte que llevo mis botas – pensé.
Dicho pensamiento, no sé por qué, pero… lo cambió todo.
Volví en mi mismo.
Las ideas suicidas se desvanecieron y por un segundo logré pensar con claridad: en el fondo seguía aferrándome a la ilusión de vivir en paz.
De hecho, esa era mi desdicha.
Me pasé años labrando una profesión para asegurarme el pan de cada día, dejé de lado todas las interacciones sociales, me había centrado tan sólo en lo profesional. Me había centrado sólo en asegurar mi futuro económico trabajando día sí y día también.
Mi madre y mi padre habían partido tiempo atrás… tanto que ni siquiera recuerdo sus caras.
Solo guardo en mi memoria una frase de mi madre que me quedó grabada: «Hijo, no te dejes aplastar por nadie. Estudia y consigue un buen trabajo. Sé el mejor.»
Eso hice mamá —pensé— pero me ha llevado a un camino donde no sé mierda hacer con mi vida.
Sólo sigo las órdenes de un jefe maldito que odio desde el fondo de mi corazón y ahora mismo tan solo quiero desaparecer.
Así fue cómo me di cuenta del problema de subyacente en todo esto.
A mis 45 años comprendí que me encontraba solo.
Sin problemas de ningún tipo pero… completamente solo.
Bueno, sí, tenía conmigo mi adicción al tabaco.
Paré de caminar.
A mi izquierda me sorprendió un banco iluminado por una farola.
Decidí sentarme.
Sentía como las pequeñas gotas de lluvia seguían cayendo cada vez con menos frecuencia sobre mi piel. Estaba parando de llover.
En el fondo, tenía suerte y más al fondo aún, lo sabía.
Por eso me costaba entender lo que había ocurrido hoy.
Me pareció un sinsentido.
Si no fuera por ella, hace tiempo que habría caído rendido.
Ella.
El motivo de levantarme cada día y aguantar al hijoputa de mi jefe.
Inés.
Mi hija.
En realidad no estaba tan solo.
Nació de un desliz involuntario a consecuencia de una noche loca llena de excesos.
Su madre, en aquel momento, una mujer cualquiera que yacía en mi cama aquella mañana, resultó ser un ángel casi caído del cielo.
No estábamos juntos, ya que éramos prácticamente incompatibles. Sin embargo, supimos crear la simbiosis perfecta para que nuestra hija pudiera desarrollarse sin obstáculos hacia la madurez.
Han pasado ya 19 años desde que me llamó diciéndome que quería hablar conmigo sobre lo que había ocurrido aquella noche. Suerte que me pudo la curiosidad y volví a verme con ella.
En realidad siempre ha sido una mujer muy inteligente.
Por eso me sorprendió cuando hoy me espetó de golpe que se marchaba del país e Inés se iba con ella. No me lo tomé nada bien. Me derrumbé en el acto. ¿Qué sentido tenía ahora aguantar al hijoputa del jefe? ¿Qué sentido tenía levantarme cada día si no podría ver a mi hija?
Me trajo de vuelta a la cruda realidad: estaba solo, sin vínculos con nadie más que ellas dos. No quería ni necesitaba más. El mundo me resultaba tosco y huraño. Suerte la mía de que el condón se rompiera aquella noche con Azucena y que ninguno de los dos nos diéramos cuenta.
Recuerdo la mañana siguiente a aquella noche hace 19 años.
Me comporté como un galán y ella como toda una dama: buena conversación y desayuno en la cama. Tras disfrutar de nuestros cuerpos algunas veces más, quedamos en que no volveríamos a vernos.
De las cosas que se acuerda uno cuando la nostalgia se hace presente.
La verdad es que no quería separarme de ellas. Mi corazón latía con fuerza al pensar que no las volvería a ver durante mucho tiempo.
Tan abatido me había dejado la noticia que no supe articular palabra alguna. Ni tan siquiera escuché lo que tenía que decirme. Solo me callé y me fui directo a casa donde me derrumbe en la cama con lágrimas en los ojos.
Desperté del trance con el charco de agua.
Soy un tipo con suerte – pensé – y también muy emocional.
Mañana no iré a trabajar.
No tengo ganas.
A la mierda el jefe.
A la mierda la empresa.
Hablaré con ellas, escucharé lo que me digan y les diré lo que pienso. Será lo mejor.
Estoy seguro de que Azucena no tomó la decisión a la ligera y tiene buenos motivos para hacerlo. La escucharé sin juicio. Además, creo que sé perfectamente qué decisión tomaré.
Tengo suerte de estar solo en medio de una gran ciudad.
Tengo suerte de haberme quedado sin tabaco.
Tengo suerte de la lluvia de esta noche.
Tengo suerte de haber pisado un charco con las botas puestas.
Eso es, solo tengo que ponerme las botas.
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