Viaje en el tiempo

Volvía a la que fue mi casa, en una noche oscura de cielo estrellado, por el camino viejo, antaño de tierra. De pronto, el cielo se llenó de globos púrpuras relucientes, de corazones negros, que centelleaban y explotaban como fuegos artificiales. Como si otra galaxia naciera ante mis ojos.
        Aún embelesado, abrí la vieja puerta de madera. Alguien había quitado la nueva. No le di importancia: seguía tratando de asimilar aquellas luces y los globos púrpuras. Cuando entré, la Inés, mi madre, estaba allí; lo juro, veinte años más joven, con su corte de pelo de entonces y su camisa blanca de rayas negras.
        Me abrió los brazos.
        Por primera vez en mucho tiempo el camino a casa me llevó a mi hogar.
        Paseé por la biblioteca, como siempre hacía. Los libros ajados que mi padre había ido acumulando con las colecciones de los grandes clásicos se convirtieron en tebeos de Superlópez y Astérix. A la tele le salió culo y todo se volvió a ver pixelado. Echaban un Brasil-Italia, jugaban Baggio y Romário. La madera ardía en la chimenea y las pavesas detenían el tiempo en mis pupilas. Mi iPad se convirtió en un cuaderno repleto de caricaturas y bocetos. Mi móvil, en un reproductor de CD, que empezó a escupir el Illmatic de Nas a todo volumen. El sonido era deliciosamente horrible. En mi armario estaban las ropas de hace años y entonces caí en la cuenta. ¿Y si yo…? Corrí al baño, aunque el pavor me detuvo en el dintel.
        Entré.
        Me miré en el espejo. Y sí. Había perdido quince kilos y veinte años. Empecé a rotar el tobillo. Primero suavemente. Luego hice el movimiento que ya no podía hacer, pero hice. ¡Pude! Busqué un balón desesperadamente y fui al patio trasero, a dar toques en la penumbra. Lo lancé con fuerza al cielo, muy arriba y, al mirar, vi que los globos púrpuras habían desaparecido. Un inmenso mar con millones de faros iluminaba la existencia. Pensé en buscar una tumbona y una bolsa de pipas para esperar una estrella fugaz. Pero entonces oí unos pasos en la parte delantera. Me encaminé adentro de nuevo. Al tintineo de las llaves le siguió el golpe de la puerta. Y entonces lo vi.
        Mi padre estaba vivo. El cielo me había dado, literalmente, otra oportunidad.
        Entonces la paz se convirtió en miedo.
        Sabía que era perfectamente capaz de volver a arruinarlo todo.

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