Cuando recobré la conciencia estaba en el suelo, notaba el frío de la acera golpeando en los riñones. Sin saber muy bien dónde estaba, ni qué había pasado, mi visión fue retomando su nitidez habitual. Al principio sólo veía borrones de color amarillo fosforito que no era capaz de ubicar. -Parece que ya vuelve en sí- Escuché decir a alguien mientras una de las manchas amarillas me ayudaba a sentarme en el bordillo.
-¿Estás bien, como te encuentras? -preguntó otra voz que aún me resonaba con cierto eco en mi cabeza.
Miré y aquel borrón se definió a sí mismo en forma de sanitario, era un chico joven que sostenía una máquina de esas para medir la presión arterial. -Doce-Siete.- dijo a su compañero, como si de un código secreto se tratase, que le correspondió con gesto preocupado, -Algo baja.-
Yo mientras, seguía un poco aturdido. Había tres sanitarios alrededor mía, y alrededor nuestra una pequeña multitud se había congregado. Me fijé en una chica que tenía gran cara de preocupación, pero cuando nuestros ojos se cruzaron me sonrió de manera muy cercana. No sé si le devolví la sonrisa porque aún estaba algo desconcertado, pero desde luego que no la reconocía.
-Estoy bien. ¿Qué ha pasado? -pregunté al aire mientras un pequeño mareo me hacía agachar la cabeza.
-No te preocupes – dijo el chico que vigilaba mis constantes vitales con un medidor de tensión- Parece que te ha dado un golpe de calor por estar aquí al sol haciendo cola.
Noté la presión que ejercía aquel medidor sobre mi brazo, aumentando y disminuyendo, mientras procesaba la información que había recibido. ¿Por qué hacía cola para un concierto? Soy muy cuidadoso a la hora de escoger sitios públicos en mi trabajo.
Siendo asesino a sueldo toda precaución es poca.
De hecho, estar en una situación como aquella, rodeado de gente, con estos sanitarios que quizá hayan rebuscado entre mis pertenencias, es una situación potencialmente peligrosa, para mí y para aquellos que quieran buscar problemas.
Entonces recordé todo como si me tirasen un cubo de agua en la cara.
Tenía la misión de eliminar a la hija de un diplomático. Inés, se llamaba. Precisamente, la chica que estaba allí entre la multitud y que me había sonreído minutos antes. Tras la investigación inicial para ver como llevar a cabo el trabajo, descubrí dos cosas importantes. Una, que después de fumarse un cigarro se comía un caramelo de menta, de esos que vienen en una cajita tipo dispensador donde los caramelos salen de uno en uno.
La otra, que pronto iría a un concierto su mejor amiga, junto a tres guardaespaldas.
Mi plan era envenenarla. Aún tenía pastillas de cianuro de trabajos anteriores y me pareció un buen momento para darles salida. Compre un par de cajas de caramelos de la misma marca y las modifique de tal modo que el primer caramelo que saliese fuera la píldora envenenada. Me tomé la molestia de recubrir las pastillas de cianuro con una capa de caramelo de menta, para disimular el sabor y tener unos minutos para alejarme en caso de que tuviese que improvisar una vía de escape. También llevaría otras tres pastillas en una bolsita en el bolsillo por si el plan del dosificador fallase.
Para la fase dos, compré dos entradas para el concierto, con datos falsos. Intentaría aprovechar la multitud y el ambiente previo que se montaría en la cola del evento para darle el cambiazo con el dispensador de caramelos modificado. Si eso fallase, intentaría colar una de las pastillas de su bolsillo una vez en el interior del concierto, colándosela en una copa.
– Vaya, ahora sí que te están subiendo las pulsaciones amigo-dijo el sanitario.
-Sí, pero me quedaré sentado un minuto más sino te importa.- Necesitaba un minuto para organizar los recuerdos y adaptar mis planes en función de eso.
La cola casi no había empezado cuando llegue al sitio. Era una calle céntrica y concurrida, así que tenía que explorar primero las vías de escape, además de buscar un lugar desde donde esperar a la víctima y su séquito de lugartenientes. Tras unas vueltas de reconocimiento me había apostado en un bar cercano donde ya se congregaban algunos asistentes al concierto para ir caldeando el ambiente.
Llegaron. Ella rubia con minifalda y cazadora de cuero, su amiga, morena, con un peto vaquero y una cazadora imitando la piel de un tigre. Eran ricas, por lo que bien podría ser de un tigre de verdad. Inés llevaba un pequeño bolso negro con tachuelas, de botón único, seguro que llevaría móvil, tabaco y caramelos, lo que resultaba perfecto para mis planes.
Sus tres guardaespaldas salieron de otro taxi que llegó un minuto después. Dos más jóvenes, con gorra de rapero, y otro vestido como un puto Peaky Blinder, con gorra capada. Serían fáciles de localizar entre la multitud.
Haciendo algún que otro quiebro magistral, como un futbolista en su mejor momento, logré ponerme justo detrás de ellas en la cola. Yo llevaba unas pintas bastante formales, con camisa y zapatos, pero una vez colocado en mi sitio, empezó la función. Saqué de mi mochila unas zapatillas y una camiseta rosa fuxia de la banda en cuestión. Sabía que eso llamaría su atención, y así fue. Tras alabar mi camiseta, y con un intercambio de halagos hacia el grupo, entablamos amistad cordial. Saqué entonces mis dos entradas al concierto, haciendo gala de la desilusión de que mi amigo no pudiese venir, y lo penoso de tener que ver el concierto solo, y ellas, sin saber dónde se metían, me invitaron amablemente a disfrutar del concierto juntos. Los cimientos del plan A y el plan B estaban creados y con un cartel de «Recién pintado».
Fue entonces cuando me desmayé bajo el sol infernal de aquella tarde de julio. Hablando de alguna tontería de pijos, recuerdo que estaba pensando en cuánto acentuaban las eses al hablar aquellas chicas, y empecé a notar un zumbido en los oídos. Al segundo noté un efecto túnel en la vista, y después me desmayé sin poder hacer nada al respecto, como un robot que se queda sin pilas estando junto a un enchufe.
De nuevo en la realidad, una vez repasados los hechos y sabiendo en qué punto estaba mi plan, me levanté de la acera, apoyándome sobre uno de los sanitarios. Aproveché para mirar alrededor y observar donde estaban los guardaespaldas. Pude divisar a dos bastante cerca, al otro no le vi en un primer momento, luego observé que estaba justo detrás de las chicas, observando mi comportamiento.
Como ya habíamos entablado esa pequeña amistad, en cuanto se fueron los sanitarios y la gente se disgregó, me llevaron de nuevo a la cola del concierto. Seguía haciendo un calor de mil demonios, pero al menos ya estaba debidamente hidratado.
-¡Qué susto nos has dado! -dijo Inés- ¡Menos mal que ya pareces mejor! -Y qué suerte que los de la ambulancia estuviesen tan cerca. -agregó quedándose pensativa por un momento-
-¿Qué ocurre? -dije yo vigilando su bolso, esperando un buen momento para darle el cambiazo de los caramelos.
-Te vas a reír. Cuando te has desplomado, nos hemos asustado tanto que pensábamos que te estaba dando un infarto. Ella, que tiene una prima enfermera -dijo señalando a su amiga- ha buscado si llevabas algún tipo de medicación, encontrando ésto en tu bolsillo.
Me mostró la bolsa donde llevaba los caramelos venenosos sueltos. Mi cara debió parecer un poema, pero un poema negro de Poe. Por más que intentase disimular, en aquella bolsa únicamente podía ver dos caramelos de los tres que había metido en ella.
-Pues con los nervios del momento -siguió – y para curarnos en salud, hemos decidido darte una pastilla mientras estabas desmayado. ¿Qué tontas verdad? Ya nos ha dicho uno de los sanitarios que aquello parecían unos simples caramelos de menta… ¡Pero… a dónde vas!…
En un primer momento mi impulso fue salir corriendo, mientras pensaba “Tierra, trágame”, y dicho y hecho. Era evidente que estaba a punto de morir, había pasado el tiempo suficiente para que la pastilla se hubiese deshecho en el estómago, pasando el veneno al torrente sanguíneo. Dejé de correr para esconderme, puesto que no tenía ya ningún sentido.
Me encontré con la muerte veinte pasos después.
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