Habíamos recorrido cientos de kilómetros del vasto y desolador desierto de Big Bend Park, Texas, en la frontera con México.
Parecía un milagro como aquel Toyota Corolla soportaba los caminos de tierra más duros, solo aptos para Todoterrenos de marca nortemaericana.
El agua escaseaba, la comida tambien,
lo único que abundaba junto al polvo eran mis ganas de sentarme en el trono prometido.
Estábamos pasando una impactante y romántica estancia de pareja en un Airbn en medio del desierto. Nuestra casa no era otra que un idílico coche «Escarabajo» de los 60, decorado al más puro estilo hippie, que se sostenía sobre unos grandes muelles sobre el suelo del desierto, dejándolo suspendido como levitando en un equilibrio perfecto.
Justo en el techo el coche tenía una ventana para hacer lo que habíamos venido a ver: mirar el cielo en las 2 noches más oscuras del año en el lugar más oscuro de norteamérica. Era impresionante, no veía mi propia mano a 30 centímetros de mí y el fuego ni iluminaba, la noche engulllía todo como un agujero negro supermasivo.
En contraste con aquél cochechito acogedor y esa experiencia maravillosa (aunque sobrecogedora) había un lugar y otra experiencia terrible y terrorífica, y sin embargo de obligada visita: el baño.
Se trataba de una cabina con un agujero- cloaca en medio del suelo, con un simple retrete encima. Era la única posibilidad existente de baño en un lugar sin agua ni luz corriente, donde los únicos vatios que existían eran los generados por los paneles solares encima de nuestro coche-hogar. Siendo la única opción me aventuré a entrar a aquella lúgubre celda de excrementos.
Al entrar lo primero que sentí fue la oscuridad del lugar, donde la única luz entraba por una rendijas poco holgadas, lo segundo fue el zumbido de decenas de moscas del tamaño de un pulgar que chocaban contra las paredes buscando escapar de aquél infierno fecal.
Cuando por fin posé mis fórnidas nalgas sobre aquel retrete intenté omitir el ruido y concentrarme en mí tarea, más, mi mente basada en el estructuralismo analítico tuvo una lúcida y preocupante idea: allí donde hay presas, hay cazadores.
Así que advertido por mi memoria , que albergaba cientos de documentales de Nacional Geographic, me levanté de mi trono para rebuscar algún peligro entre el oscuro suelo y el retrete. Y en efecto, allí estaba la muerte acechando: una brutal y colorida tarántula del tamaño de una pelota de golf movía sus repulsivas patas amarillas escondida junto a la tapa, acechando en la parte trasera. Allí supé que no volvería a visitar aquella jaula mortal durante el resto de mi estancia.
¿Que hacer entonces? Defecar en el medio del desierto no era una opción, no había donde esconderse, una persona podía ver a otra a kilómetros en aquella planicie. Podría haberme ido detrás de un cactus, pero estos eran tan bajitos y urticantes que la simple idea era ridícula y peligrosa. Todo esto era todavía más más absurdo y ridículo ya que no había casi nadie en mitad del maldito desierto, salvo mi chica, los correcaminos (que no son azules) y los hippies texanos dueños de la finca.
Pero ya saben queridos lectores, el ser humano y su momento de defecar son sagrados, personales, particulares e íntimos; y cuando uno lleva horas de viaje quiere cagar tranquilo y a poder ser cómodo, que menos.
El único lugar apartado eran unas pequeñas montañas que crecían al rededor. Quizás dando un largo rodeo fuese capaz de encontrar un lugar tranquilo. Pero esa idea daba aún más miedo que el baño: cada vez que salía a recoger madera para hacer fuego, temía que una serpiente de cascabel, escondida entre los arbustos me mordiese una pierna. Siendo esta la primera causa de muerte en el lugar, y estando el hospital más cercano a cientos de kilómetros la opción quedó inmediatamente descartada. Tampoco me fiaba de los correcaminos.
Así que solo quedaba una opción: joderse y aguantar como un campeón hasta llegar a la tierra prometida: los baños del pueblo más cercano, Terilingua.
Así que largo rato después de que Milka condujese a 6 km por hora por un tortuoso camino de tierra, vislumbramos de repente a lo lejos, como si de un oasis se tratase, el recóndito pueblo de Terilingua. Por encima del agua embotellada había un tesoro mayor para mí: el inodoro. Mi atetismo (que se torna en agnosticismo según la ocasión) había estado menguando a medida que pasaban las horas conteniendo mis esfínteres. Pero ahora mi fe era ahora absoluta, acababa de hacer el bautismo, la comunión y la confirmación en el mismo minuto.
Allí estaba la tierra prometida: en aquél lugar alejado de la civilización había un baño público. Sí, damas y caballeros: un baño público. Aquél sitio era sin duda la maxima expresión de socialismo en todo el deshabitado sur de Texas.
En aquél kibutz de la higiene y las necesidades fisiológicas, hacían parada habitual los camioneros que conducían aquellos camiones que eran auténticos leviatanes mecánicos que ocuparían toda la Gran Via en Madrid.
El baño era un edificio de ladrillos que parecía agradable y acogedor. Me despedí de Milka con premura sin mirar atrás, pasé la entrada y entré en aquel idílico lugar que pronto, sin que yo lo sospechase, se convertiría en el infierno.
Al entrar una imagen quedaría grabada para el resto de mi vida: un camionero mexicano, con su tez oscura, un gran mostacho y una oronda panza se miraba en el espejo los bigotes. Aquél personaje parecía sacado de una postal.
Entré en el baño y cerré la puerta, me daba igual que hubiese testigos del crimen, no podía esperar más. El baño era pequeño y tenía grandes espacios abiertos, bastaba con estar de pie para que se me viese completamente por fuera e incluso sentado se me veía la cabeza, asi que debía agacharla para conservar el anonimato. Bajé mi pantalones y me preparé para mi misión.
Cuando recien acababa de empezar, de repente, escuché a aquél sórdido señor mexicano meterse en el baño de al lado y cerrar a puerta con pestillo. Mi primer pensamiento fue ¿Por que tenía que meterse justamente ahí?. El segundo fue un pensamiento que me estremeció: ese hombre estaba en la misma o en peor situación que yo. Había recorrido un largo camino encerrado en la cabina de su camión durante interminables horas, alimentándose de enchiladas, frijoles y tacos con jalapeños extrapicantes y había elegido el baño contiguo para liberar un infierno fecal que había contenido durante horas. Un infierno que no tardó en ser liberado.
Como si de un volcán se tratase, comenzó una erupción a mi lado. Sonaban estallidos y gases y no eran piroclastos. Aquél hombre tenía un verdadero concierto en su culo. El olor no eran inferior al ruido, era nausabundo, pestilente y penetrante, pudiendo casi saborear los tacos y los jalapeños ultrapicantes de los que se componía la dieta de aquél hombre mostachudo. Era una absoluta pesadilla. Cuando parecía que al final había encontrado la paz en mi trono, ahora mi propósito consistía en sobrevivir a aquél cataclismo.
Quería huir pero no podía, mi misión no había terminado y era más urgente que detener el cambio climático. Me tapaba mi nariz con la camiseta, que de poco servía a la par que intentaba concentrarme en mi misión. Estaba sufriendo
Mi vecino de deposiciones profería de vez en cuando algún turbio sonido de placer mientras liberaba aquella tormenta del desierto texana. Terror. Toda mi fuerza se centraba ahora en acabar y huir, lejos del placer liberador que había ansiado tener al llegar.
Mis ojos se salían de las órbitas y mis venas se marcaban cual Súper Sayayin. La falta de oxígeno me estaba consumiendo, esta se mezclaba con el calor húmedo proveniente de las duchas haciéndome revivir Vietnam, cuando yo jamás había estado allí.
Finalmente terminé, me sentía un superviviente de Mathausen, o de los primeros ataques químicos alemanes en el frente ruso de la Gran Guerra. Corrí a lavarme las manos y la cara, me miraba al espejo jadeando y en shock, era Jason Bourne sobreviviendo una vez más a la muerte .
Y entonces sonó el «tloc» del pestillo, y aquél voluminoso y bigotudo compañero de guerra salió con una gran sonrisa pintaba en su rostro mientras aún se ajustaba su cinturón. Parecía orgulloso de su crímen y perfectamente consciente del calvario al que me había sometido. Se acercó al lavavo,se lavó las manos apenas dos segundos con tan solo agua , me miró de reojo, rió en bajo y salió del baño entre grandes pasos.
Salí del baño apreciando la mas ligera brizna de aire fresco como si la tierra acabara de recuperar su atmósfera perdida, como si tuviese unos pulmones nuevos. Milka me miró preocupada al ver el verdadero terror en mis ojos «¿Qué pasa estás bien?», todavía en shock solo alcancé a responder «Infierno fecal».

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