Soy un monstruo. Lo admito: no tolero la felicidad ajena, las risas, los besos, las miradas de amor. Me molesta ver a la gente, soportarles una charla, hasta que me hablen. Se vuelve insoportable hacer nada más que deslizarme en la cama, cerrar los ojos, no pensar, no decidir, no sentir, hibernar, dormitar, anestesiarme en un sueño extraño, inventarme una realidad inconsciente.
Todo podría ser fantástico si no estuviera yo. Suelo estropear las escenas con mis lloros, con mis excentricidades, con mi tristeza. Hay segundos que me cuesta articular palabra, aun cuando desde el otro lado del teléfono esperan una respuesta. De pronto pronunciar una consonante, aventurarme a una vocal es un deporte de riesgo en mi garganta, sin cuerdas ni red de protección.
Cada vez cuesta más avanzar sobre esa delgada línea, entre la cordura y la sinrazón. Como un funambulista en la cuerda floja, sin pértiga y con más carga, invisible, de la que logro soportar.
No podía imaginar que aquello que hago para ser feliz, aquello que busco incansablemente y a lo que no renuncio pudiera doler tanto. Como en una rueda masturbatoria, mecánica y sin placer, cada vez que me siento frente unos ojos nuevos y no late nada, vuelvo derrotada a casa, como si hubiera perdido otra vez la gran guerra. Las batallas ya quedaron atrás mientras crecía.
La furia me empuja a golpear una pared, a romper algún plato, a hundir en mi piel algún cristal roto, pero en el fondo, solo ansío llorar, romperme y explotar, estallar desde dentro, quizá sería una solución para volver a construir. Me siento como uno de esos edificios derruidos, huecos y devastados donde no vienen ni los peores bichos a pasar la noche. Donde nadie desea hacer su casa ni gastar su tiempo.
Estoy, pero no soy, siento demasiado y no siento dejarlo todo. El sinsentido de lo impalpable, la herida que no sangra y mata poco a poco adelantando el reloj, estrangulando el corazón hasta atravesar las vísceras. Y como un roedor perdido y condenado respiro sin aspirar a nada más, numerando en cuenta atrás los latidos, cada vez más distanciados, como un metrónomo averiado a punto de detenerse.
Deja una respuesta