Hoy es uno de esos días fríos de invierno.
Amanece a pocos grados de calor:
temperatura baja, poco movimiento.

Ayer fue un día un tanto pálido,
blanco, como la nieve.
Casi inmóvil. Como el desierto.

A la luz de mi vela escribo este texto.

Es que hay momentos inciertos,
donde tu energía cae en picado
donde tu ánimo se desanima
fruto de un tropiezo de autoestima.

Así pasan los días.
Así, sin más.
Así… pasan los días.

«¿Cuándo dejarás ir ese sentimiento?»
Me pregunto en medio del tormento.
«Mañana será otro día».
Me respondo en la lejanía.

Así es.
Lejos de mi mismo.
Lejos de mi Ser.

Mi mente es quien me cuestiona,
me identifico en ella
me infiere euforia a veces
y otras… decepciona.

Dos caras de la misma moneda,
así es la vida: una rueda, una noria.

Por eso me encuentro dentro,
en el centro de todo acto.
Soy potencia de facto tácito
pero… hay hábitos que me arrinconan.

Arraigados en la parte más profunda,
tres o cuatro meses son el inicio
del desarraigo y del cambio.

Es normal sentirse un tanto abrumado.
Lo nuevo asusta,
lo nuevo, a veces, disgusta
pero tras esa penumbra surge luz.

Sin darte cuenta, un día te hallarás
tranquilo y sereno,
sin buscar desesperado a nadie
lleno y sin sensación de soledad.

Esa es mi lucha constante:
dejar de luchar contra mi pensar
dejar de recordar mi sentir pasado
dejar atrás momentos que no volverán.

Porque del recuerdo surge la nostalgia
y el canto triste… «Oh, melancolía».

Esa es mi lucha constante: dejar de luchar.

Dicha batalla interna implica sentir pesar.
Pensar, dicen, es el hábito más sabio
pero también el más ácido
si te conduce por caminos áridos.

«A veces, pensar demasiado te hace cortes», dice Nach.

Así es.

Y así concluyo:
Vivir presente en el presente
es el mayor presente que te puedes dar.

Y esto, amigo mío,
comerse el coco… no te lo dará.
Jamás.