Domingo de Pascua

Jaime suspira de nuevo, se pasa la mano por la cabeza y vuelve a explicarle al de la habitación 14 que la máxima autoridad de la guardia soy yo. El susodicho ni se da por enterado, y sigue insistiendo en su petición (valium esta vez), con los ojos fijos en mi residente (este es su primer año familiarizándose con esta bendita especialidad). Sin ni siquiera plantearse que la mujer menuda con bata a su lado, que soy yo, pueda tener cualquier capacidad de decisión o incluso habla.

Jaime me mira, nervioso, y parece sentirse silenciosamente culpable, como si quisiera disculparse por el resto del género masculino, como si yo pensara que estas dos personas pudieran parecerse en algo. Me gustaría decirle que a mí esto hace tiempo que no me quita el sueño; que si tuviera que sentirme mal cada vez que un compañero, paciente o familiar ha supuesto que cualquier figura masculina en un radio de 500 m de un hospital tiene que ser obligatoriamente el médico y yo no puedo ser más que indudablemente una auxiliar o enfermera (cargos que merecen todo mi respeto y admiración, aunque déjame que puntualice que no se adjudican en base a la genitalia que presentes en el momento de la solicitud de tu título académico) iríamos buenos.

En todo caso, el señor paciente repite que, si no es valium, pues igual necesitaría un tranxilium o dos para calmar su ansiedad, aunque en apariencia se encuentra tranquilo; no se aprecia temblor en sus muñecas, en una de las cuales luce un bonito 88 y en la otra la cabeza de un león. Ni tampoco parece agitado su pecho, en el que se ve a través de una elegantemente medio desabotonada bata de hospital, una esvástica en toda su gloria. De hecho estaba yo admirando los detalles del intrincado tatuaje, porque uno puede ser neonazi, pero desaliñado nunca.

Mi entregado pupilo, no obstante, decide que en vez una pastilla, puede ser más beneficioso un rato de conversación para calmar su malestar, y parece encogerse de hombros cuando nota que, sin querer, mis ojos se van a la pulsera arcoiris que se esconde debajo de la manga blanca de su pijama de médico, mientras se queda a hacerle compañía un poco más.

Como tampoco parece que vaya a aportar mucho en esa habitación, asiento dando mi aprobación y le dejo con nuestro invitado estrella mientras me dispongo a firmar varios informes y prescripciones en el ordenador del control de enfermería.

Al rato comienzo a oír la sintonía del lento y atribulado avance de mi compañero por el pasillo mientras vuelve a mi encuentro.

Primero saluda a Amelio, que, fiel a su costumbre, no contesta. Amelio, que yo sepa, nunca ha hablado con nadie, y mantiene su acostumbrado paseo de un fin a otro del pasillo, con expresión de profunda preocupación. Los que conocemos el historial de Amelio sabemos que el origen de su aflicción está en saberse uno de los dioses que controlan la naturaleza, ya desde Nigeria, su país natal. Actualmente se halla en profundo sufrimiento porque su gestión, en concreto, es la de las aves del cielo, que en su ausencia están sin organizar. Puede que éste sea el origen de que a veces me agobie un poco cuando voy por la calle y me quede mirando un gorrión o una paloma fijamente, pensando: Oye, ¿¿¿Y si…???? Gajes del oficio, supongo.
Hasta el momento no ha tenido problemas con el compañero previo, supongo nuevamente que uno puede ser muy nazi pero en cuanto hay pastillas y un dios nigeriano de metro noventa y siete de por medio se te descafeínan un poquito las convicciones.

Tampoco es que el silencio le quite la ilusión a Jaime que sigue saludando a Amelio como si fuera su mejor amigo. Pasillo arriba y pasillo abajo.

Se para después a comprobar que Alicia haya comido un poco. Estrictamente, y que quede entre nosotros, Alicia no tiene ningún trastorno psiquiátrico, al margen de un consumo bastante habitual de drogas, para poder soportar acostarse con cualquier señor asqueroso que le traiga su chulo y por lo que le dejan quedarse a dormir en el sótano de mierda donde «trabaja». A veces Jaime (bajo mandatoria solicitud de aprobación por mi parte) hace un poquito la vista gorda y la ingresa para que pase un par de noches en un sitio donde no se le coman ni las chinches ni las personas.

Después de arbitrar una partida de ajedrez entre dos pacientes que siguen sin descartar que el otro esté implicado en un complot contra el uno, y que podía haber acabado en tragedia, Jaime acaba llegando a dónde me encuentro y juntos vamos a ver a Juan Celso.

Juan Celso, como parte de su enfermedad diabética de larga evolución, que se junta con un mal tratamiento de toda la vida por considerar que su condición de mesías le garantiza la curación sin necesidad de medicaciones (José Celso, JC, como Jesucristo-¿¿Casualidad??- Él cree que no-), tiene una herida muy fea en un tobillo.

Aunque técnicamente podría ocuparse enfermería, Jaime prefiere alternarse con ellos en las curas, porque «ya que vamos bien puedo hacerlo yo y así no tenemos que ir varias veces todos de un lado para otro». Comienza a limpiar poco a poco la herida del pie con paciencia, mientras JC nos cuenta muy indignado como, hace 2022 años, existió un mesías, como él, al que también unos fariseos, unos ateos como nosotros, encerraron sin creer en su divina misión. Una persona que amó por encima de todo. Que consoló a los que no tenían consuelo.

Ah. La ironía.

Acabo de decidir que hoy pedimos cena rica por just eat . Que este chico se está ganando el cielo.

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