Solitarios

Desde el final del local me fijo en los especímenes que me acompañan. Miro cómo un barbudo ojeroso atosiga a su compañero de tertulia intentando arreglar el precio de la gasolina a base de mano dura y golpes de estado. Cerca de él hay un vejestorio, con gorra militar y bigote franquista, que se aferra a su silla de ruedas mientras le vocea a otro de su quinta que no sabe cómo siendo tan buena gente puede ser rojo y del Atleti. A mi lado una pareja bebe a pequeños sorbos y, de vez en cuando, chocan sus vasos como si estuvieran brindando. Desde mi rincón veo a los demás, desperdigados por las sillas, y me doy cuenta de que cada uno de ellos intenta empatizar con el que tiene al lado, pero ninguno lo consigue. Así, pasan la mayor parte del tiempo mirando hacia las paredes blancas rellenas de gotelé que nos rodean. De vez en cuando, alguno me mira de refilón y siento que quiere acercarse, que los bebedizos que nos dan van haciendo efecto, pero mi aspecto hosco le echa para atrás. Soy el único que en este rato de descanso evito emparejarme y por un instante me siento mejor que ellos. Miro mi pijama, tan azul como las pastillas que nos dan cada dos horas, y compruebo que son iguales a los que ellos visten. Palpo mis muñecas, acaricio las cicatrices, y sin necesidad de moverme sé que los surcos que las atraviesan también son como los suyos.

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