Anoche soñé que era una tortilla de patatas. Es más, viví la vida entera de la citada tortilla. Fue como eso que dicen, que cuando mueres ves pasar toda tu vida por delante, con todos tus recuerdos vitales pasando como un publirreportaje de la tele, solo que con mucho almidón y huevina.
Primero fue la gestación. Como si se tratara de un bebé nadando en líquido amniótico, mi alter ego tortillesco se gestó en una balsa de aceite, donde iban cayendo pequeños trozos de cebolla a modo de espermatozoides, luchando y revoloteando entre sí por ser los únicos y genuinos en transmitir todo el conocimiento y sabor de su ADN, peleando en aquel óvulo de metal candente. Algunos se quemaron de nadar tan rápido, y fueron expulsados de la sartén por un obstetra surgido de lo onírico que blandía una cuchara de madera, ¡De madera, con lo antiséptico que es eso! Mejor sería utilizar una de acero quirúrgico, para evitar posibles contaminaciones por salmonella.
Mi ser fue creciendo poco a poco, patata a patata, rodaja a rodaja, dándole sentido a la existencia contenida en un mundo de teflón de 24 centímetros de diámetro. Todas esas pequeñas células entremezclándose para buscar su sitio, caramelizando cadenas de nucleótidos con cada movimiento de cuchara, gestándose poco a poco en un caldo primigenio de aceite reciclado.
Algo más tarde, con el cascar del primer huevo, rompí aguas. El chef de la obstetricia cogió un plato duralex de color verde, de esos que ya solo se conservan en casa de las abuelas, como si de un fórceps se tratase; y entre volteo y volteo, aquella tortilla que hasta el momento era una masa amarilla y grumosa más propia de una pesadilla de Lovecraft, nació, transformándose como el capullo de una larva que renace en una bella mariposa de alas amarillas. Fue un momento emocionante para el poco tiempo que había transcurrido. Pensándolo bien, si admitimos el hecho de que por cada año de la vida de un perro pasan siete años humanos, y lo extrapolamos a la vida de una tortilla de patatas, aquello era un tiempo considerablemente largo.
Todo sucedía a un ritmo vertiginoso y desvirtuado por la propia naturaleza del sueño. A los pocos segundos de nacer ya estaba pasando la adolescencia, cuando la sartén todavía estaba caliente en ese limbo existencial que llamamos fregadero. De camino a la mesa, tuve mi primer desamor; el plato verde al que tanto amaba se fue, aunque enseguida llego otro plato blanco con un radiante ribete dorado con el que pasé buena parte de mi vida.
Me gradué poco más tarde entre cubiertos de plata, en un bonito mantel con un impecable bordado de Los Girasoles de Van Gogh. Fue una ceremonia fantástica, el vino corría de copa en copa poniendo toques granates en los girasoles del mantel con cada brindis, los cubiertos vinieron vestidos con sus mejores galas de plata, y hasta los más humildes trozos de pan tuvieron su momento de gloria al ser generosamente untados con mantequilla, dando sentido a cada molécula de gluten, rebañando los sinsabores de la vida.
Formé familia dividiéndome de plato en plato, y pronto aquella familia creció, uniéndose en santo matrimonio a una ensalada, aliñando la vida con recuerdos de aceite y vinagre, dibujando atardeceres de sobremesa con sal rosada del himalaya. Fueron momentos felices pero fugaces, trocitos de sueño que se atropellan unos a otros, dejando un regusto a la simplicidad de un espectador que contempla el desarrollo de una vida tranquila y sosegada.
Pero como todo en la vida, y más en aquella vida tan particularmente breve, la muerte me llegó, de manera súbita y repentina, pero onírica e indolora. Inesperada como un comensal que llega tarde y se sienta en la mesa atropelladamente aún sin quitarse el sombrero. Fue en forma de pequeños bocados, como le ocurrió a el joven Grenouille de El Perfume. En un momento era, y al momento dejé de ser, tras una rápida degustación basada en el amor más intenso que unas glándulas salivales pudieron darme.
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