Mostraba fotos de las vistas de su balcón en su iPhone. Un atardecer en el lago de Lugano; de postal. Decía que la vida en Suiza no era tan cara, en proporción. Tenía unos dos mil euros de alquiler, pero los gastos de calefacción, la piscina, la pista de tenis, ya sabes, lo normal, subían mucho. Al final, su salario de más de diez mil quedaba muy mermado, decía. Hablaba de su coche deportivo y en la muñeca lucía un reloj que yo diría que era más bien caro. No sé de relojes, pero esas cosas se saben. Intenté cambiar de interlocutor, pero lo tenía delante, no podía no prestarle atención. A la gente de barrio nos irrita que nos hablen de dinero a la cara. Y no tenemos por qué. Estaba hablando de su vida, como yo hablaría de la mía. Sentí una envidia sucia y eso, seamos francos, decía más de mí que de él. Me parecía una tremenda injusticia que yo tardase lo mismo desde Aluche hasta San Blas en metro que él desde Paradiso a Milán.
Sí, vivía en Paradiso, Suiza. No hablo metafóricamente.
Estuve tentado de hacer alguna burla con la pista de tenis, pero lo había conocido esa noche y era una cena de trabajo. Hubiera estado fuera de lugar y, al fin y al cabo, probablemente no volvería a ver al fulano en mi vida.
La cena siguió su curso, tapando los silencios incómodos con tópicos y proyectos en marcha.
Al rato se rompió.
Volvió a mirar el atardecer en su móvil, con nostalgia. Se iba a cambiar de casa porque se separaba. Tenía que decírselo a su hijo. Buscar otra vivienda. Enfrentarse a los trámites del divorcio. No dormía más de tres horas y tenía ataques de ansiedad. Había pasado dos meses horribles, refugiándose en el trabajo.
Me entraron ganas de tragarme una raqueta.
El cerebro juzga rápido, saca sus conclusiones, pero siempre faltan datos.
Pensé en mi baño de dos metros cuadrados. En las calles llenas de basura. En el ruidoso calefactor eléctrico que a veces funcionaba y a veces no. En las manchas de humedad. En los armarios que no acababan de cerrar. En las persianas atadas a algo porque ya no subían ni bajaban.
Pensé en motivos para ser feliz. Tenía unos cuantos más que ese pobre hombre que gastaba demasiado.
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