Todo este asunto apestaba a carroña muerta desde el mismísimo principio. Unos días antes les habían contratado para dar caza a Russell el Zorro y a su banda de forajidos, y durante varios días habían seguido las pistas que iban dejando a su paso, después de haber arrasado una pequeña aldea.
El precio que habían puesto a la cabeza de Russell era altísimo. Si conseguían cazarlo, varias aldeas sin nombre y Haldorf, el pueblo grande más cercano, iban a tener que sumar esfuerzos para pagar la recompensa entre todos. Después de ver lo que había hecho en la última aldea, a Ketil, el segundo al mando de la compañía de mercenarios La Llorona, no le extrañaba en absoluto que tantas personas se unieran para ver muerto a ese hijo del demonio. «Solo el miedo y la desesperación vaciaban tan rápido las vejigas y las bolsas», pensó. Se permitió reír. Joder, tras días en el camino, con polvo hasta las cejas y barro hasta en las calzas no le venían mal unas risas. Y un trago. Y una flecha.
Una flecha atravesó el cuello de Edgar, el compañero que iba justo delante de él. Una maldita emboscada. Flechas silbando, gritos y chillidos. Mucho ruido antes del silencio de la muerte. Ketil no era de los que se quedaban callados esperando, nadie en la compañía era así.
—¡Atacad! —gritó el capitán por encima del estruendo, con una voz ronca y grave, más parecido al rugido de un oso que al grito de un hombre.
Ketil vio cómo Devon, un joven recluta, corría hacia el capitán con una horca levantada. Atravesó con ella a un hombre de Russell que había estado a punto de apuñalar a Bern, el capitán.
Devon cayó, hincando la rodilla en tierra. El astil de una flecha asomaba en su costado. Mientras se desplomaba, cruzó la mirada con Ketil. Ketil era un veterano, pero no se había acostumbrado a ver a muchachos tan jóvenes morir.
Bern, mientras tanto, había despachado a otros dos hombres con su enorme maza a dos manos. Levantó la maza por encima de su cabeza dispuesto a terminar con un tercer forajido, justo cuando una flecha impactó en su hombro. Una risa aguda, más parecido a alguno de los sonidos que hace un zorro, ensució el aire. Unos metros más allá estaba Russell el Zorro, haciendo honor a su nombre. Malnacido.
Aun así, el forajido que estaba enfrentándose al capitán no supo aprovechar la efímera ventaja que le había conseguido el Zorro. La maza de Bern bajó por última vez, aplastando una última cabeza.
Ketil miró a su alrededor. Quedaban dos forajidos en pie. De sus compañeros quedaban Marko, el único hombre los suficientemente grande y fuerte como para detener al capitán cuando bebía demasiado y pasaba a las manos en una taberna; y Hallstein, un hombre nervudo y nervioso, el mejor tirador de la Compañía.
Hallstein disparó con su ballesta al maldito malnacido del Zorro. El virote le arrancó un pedazo de oreja. Mientras se replegaba hacia sus compañeros, Ketil vio cómo Russell salía huyendo entre risas y chillidos nerviosos.
Hallstein no perdió el tiempo. Recargó y se cubrió tras Marko mientras disparaba a uno de los forajidos que quedaban en pie, pero esta vez erró el tiro.
Ketil llegó por fin al lado de sus compañeros, y puso distancia entre ellos y esos malnacidos utilizando su escudo y su lanza, forzándoles a dar un rodeo si querían llegar hasta Hallstein, quien representaba el mayor peligro para ellos.
Hallstein había vuelto a recargar su ballesta. Dioses, qué manos más rápidas tenía aquel hombre. Otro virote salió de su ballesta. Esta vez laceró la mejilla de uno de los hombres.
Marko se lanzó con su hacha a dos manos y la movió de lado a lado con un gruñido de furia. El hombre con la mejilla herida no puedo apartarse a tiempo y perdió la cabeza. El otro estuvo más avispado y se libró. Lanzó un golpe con su maza. Marko ni siquiera pareció sentir el golpe.
Hallstein volvió a disparar: el forajido esquivó el disparo pero se desestabilizó. Marko aprovechó el traspié y segó otra cabeza.
Después del sonido de las flechas, el metal, los escudos, los gritos y los chillidos, reinaba el silencio de la muerte. Pero estaban vivos. Habían ganado.
La adrenalina fue desapareciendo de sus cuerpos. Buscaron más supervivientes, sin éxito. La compañía había quedado devastada, y el malnacido de Russell el Zorro se había escapado, como la alimaña que era.
—¿Y ahora qué, capitán?
Continúa leyendo la parte 2.
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