En esta isla de arena marfil en la que otros tantos quedaron atrapados y jamás hallaron salida, en la que muchos otros encontraron piedras preciosas, valiosísimos tesoros y la fortuna les concedió una oportunidad. En la que yo, solo, peleando contra bestias, esquivando trampas que naúfragos veteranos cuyos cuerpos hoy se funden con la arena pusieron por cada esquina, evitando el roce con plantas venenosas que engangrenarían mis extremidades en minutos, no vislumbro el camino correcto y mantengo un rumbo incierto.
Por las noches enciendo una hoguera con las astillas y pedazos de antiguos escritos con los que hago un burruño o desquebrajo en mil pedazos prendiendo la llama con la frustración de saber que nadie los podrá leer nunca.
Me alimento de pequeñas frutas, y si la suerte me sonríe, con algún jugoso y esplendoroso manjar que yace colgado de un árbol milenario. Y cuando de éstas ya no quedan, masco las raíces de los frondosos árboles que me cobijan de la lluvia perenne propia de la isla.
Estando desnutrido, hundido en el lodazal de la soledad y al borde de la locura, agarro una rama y peleando contra las olas del mar, en la arena de la playa escribo al menos esto.
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