Todo ocurrió de la noche a la mañana. Había quedado con su amigo Alexis para desayunar. Tan pronto llegó al local y le dio la mano, se apagaron las luces. En la televisión se mostraban imágenes de su amigo tocando flamenco.
—¡Oye! ¿Ese eres tú?
Alexis no pareció entender la broma. Jorge no entendió la reacción de su amigo.
Un par de minutos después, Alexis hablaba de la última película que había visto. Adoraba el cine al mismo nivel que respirar. Entonces Jorge vio cómo la sala se oscurecía y bajaba un proyector gigante del techo, proyectando unas animaciones de unos peces antropomórficos. El más pequeño buscaba su camino esquivando a los peces grandes. Dos subwoofers hacían que el pecho de Jorge vibrara con una música que invitaba al suspense. Se quedó hipnotizado con el camino de ese pequeño pez a rayas rojizas y blancas, que se hacía hueco hasta la superficie. Alexis insistió en que tenía que irse, pero Jorge no pudo dejar de mirar la pantalla.
Cuando Alexis se fue, Jorge cruzó miradas con el dueño del banco. De repente se vio en una gasolinera de luces verdes, con un coche alto y rectangular, repostando para un camino largo. Tres tipos vestidos de negro, tan negro como el coche, le traían comida o cargaban en el maletero una hilera de maletines, también negros.
Justo cuando iba a salir del local, se encontró con Sandra. Hacía años que no se veían. La última vez se dieron la mano y se dijeron que si la vida hubiera sido distinta, tal vez se hubieran amado. Cuando Sandra apareció, se miraron fijamente varios segundos. Sus ojos pasaban del negro al marrón. Los de Jorge, del marrón al verde. Cambió la decoración del local. En unas mesas elegantes un petimetre de americana de sport y peinado perfecto esperaba a Sandra con un cóctel. Sandra y Jorge se besaron. No fue un beso pasional. Más bien uno de esos que se dan a los diez años de casados, rutinario, como el que busca las llaves para salir de casa. El petimetre no se alarmó. Comprendió en seguida que era lo que ella deseaba e invitó a a Alexis a tomar algo. Alexis no llegó a irse; estaba viendo la película, así que ni se molestó en contestar. Jorge y Sandra pidieron unos cócteles. Cuando Jorge iba a preguntar a cuento de qué venía ese beso, Sandra se excusó para ir al baño. Jorge no supo si era una invitación o no, así que esperó con su cóctel, sin darle un sorbo.
Cuando miró al dueño del local —un hombre en la autopista hacia los sesenta—, el establecimiento cerró de golpe y se convirtió en una casa grande y antigua, en un valle con vistas a la montaña y un sótano con barra de bar en la que nadie estaba. El dueño se servía desde el lado de los clientes. Jorge se recostó en uno de los sofás, miró alrededor e intentó conversar con el dueño. El dueño parecía disfrutar su soledad.
Jorge salió de la casa y observó las montañas. Poco más había que ver. El viento soplaba fuerte y frío. Nadie parecía existir en cincuenta kilómetros a la redonda. Jorge se dio la vuelta para volver a la casa del dueño, pensando en una chimenea y un libro.
La casa ya no estaba.
Jorge miró alrededor, sopesando sus opciones. Si no encontraba a nadie pronto, corría el riesgo de quedarse en aquel lugar para siempre.
Deja una respuesta