Dos animales frente al paso de cebra

La paloma lo intentaba, pero no conseguía introducir la cabeza entre las rejillas que la separaban de esa migan de pan prometida y, a la vez, inalcanzable. Estuve contemplándola durante los 17 segundos que tardó el semáforo en ponerse en verde, que se contabilizaban hacia atrás en el letrero luminoso. Los coches pasaban, yo esperaba con dignidad de peatón para poder cruzar por la alfombra negra y blanca que siempre nos recuerda a esos mamíferos rayados de la sabana. Porque, como sabemos, la otra alfombra, la principal (la alfombra “roja” – aunque la pinten de gris –) en las ciudades, es para los coches.

Mientras tanto, durante esos segundos me vi caricaturizado en la paloma, o ella en mí, cuando recordé aquel día en que no conseguí comer ni cenar en ninguna de las cafeterías de la Universidad de Coimbra. Estaba por aquel entonces haciendo una estancia de investigación de 6 meses en dicha ciudad portuguesa. Algo parecido a un erasmus, pero con más canas y menos fiesta (al menos según mi experiencia). Allí la costumbre era que, en cada cafetería universitaria (“cantinas”, las llamaban) había que pagar de una manera distinta, y los métodos iban variando; es decir, por ejemplo, en la Cantina Amarella no siempre se pagaba de la misma forma, de hecho, cambiaba cada día, y también entre la comida y la cena.

Cargabas la bandeja siguiendo el circuito prefijado: pan, sopa, plato principal, postre, vaso y cubiertos. Llegabas a la caja y ahí venía la sorpresa. Ahí se decidía si podrías comerte lo que llevabas o si tenías que devolverlo todo e ir a probar suerte a otra cantina. A veces tardé 3 horas y media en conseguir comer o cenar, por lo que siempre dejaba un vacío preventivo de 2 horas sin planes tras cada evento gastronómico del día por si acaso, para no comprometerme con cancelaciones de citas a última hora. Otras veces lo conseguía a la primera. Nunca se sabía. Recuerdo la cara de decepción de una de las ayudantes de cocina cuando, tras decirme que le tenía que pagar con 25 canicas verdes, saqué de mi mochila una bolsa del Mercadona que debía contener unas quinientas canicas dentro, busqué 25 verdes y se las entregué en uno de los tazoncitos de cristal en los que se solía servir la macedonia de frutas. ¡Qué cara puso! ¡Qué fiasco!

El caso es que siempre, tarde o temprano, había conseguido comer y cenar. Si en la Cantina Rosa me pedían resolver una adivinanza imposible, salía corriendo hacia la Azul. Si allí no conseguía alcanzar los 65 burpees (con palmada) requeridos, me iba con mis brazos doloridos hacia la Cantina de Químicas, donde quizá pudiera pagar con alguna de las variantes monetarias solicitadas aquel día (francos, reales, monedas de chocolate, chapas de Super Bock …). Pero hubo un día en que me rendí, como os contaba. El hambre me dificultaba mantener la concentración y ya me había enfrentado a batallas de esgrima, ecuaciones algebraicas de tercer grado (¿existen, acaso?), trabalenguas en idiomas recónditos (para mí) … Andaba al borde del desmayo. Quizá como esa paloma que se enfrentaba a la rejilla metálica. Decidí no comer hasta la cena. Bueno, si se puede decir que verdaderamente lo había decidido yo. Me acosté durante toda la tarde y, por la noche, me presenté en la cantina más cercana al apartamento en que me alojaba. Recorrí la hilera y llegué a la caja con la bandeja llena. Me pidieron 2,40€. No me lo podría creer, ¿iba a ser así de fácil? Rebusqué en el monedero, en la cartera, en el fondo de la mochila … Encontré de todo … Menos dinero. Volvía a casa hundido. Crucé todos los pasos de cebra sin mirar. Caminaba por la alfombra roja que nunca me correspondería. A veces una derrota te lleva a transitar sin ánimo los espacios de la victoria que no conocerás. Los conductores me pitaban con furia. Llovía a cántaros, solamente por regalarme el escenario dramático perfecto.

Eso estuve recordando durante los 17 segundos en los que tardó en aparecer el muñequito verde en el semáforo. Cuando por fin podría cruzar, no lo hice. Me acerqué a la paloma y alcancé la miga de pan con la llave larga y delgada del Fac. Conseguí atraerla hacia el otro lado de la rendija, la agarré y redondeé entre los dedos índice y pulgar. Y me la comí. La paloma me observaba con sus ojos negros, con esa sensación de asombro permanente a causa de su falta de pestañas, y ahora quizá también con otros motivos. Le pedí disculpas en voz alta y volví a esperar a los pies de las rayas blancas y grises, al borde de la soberanía peatonal que – a veces – nos regala el paso de cebra, mi alfombra favorita de la ciudad.

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