Relatos 4. Noche de tour

La Ruta del Bacalo no estaba tan mal, en el imaginario colectivo quedó estigmatizada sólo porque estaba colmada de yonkis de polígono y drogas de diseño en lugar de hippies fumando marihuana y bebiendo ayahuasca. Ahora sólo me quedan los tours de bares organizados para revivir aquellos días. Hago un esfuerzo hercúleo y me incorporo en la cama. El sol se cuela por la venta y alcanza a iluminar el escritorio, lo que significa que es más tarde de lo que me puedo permitir. Hace mucho que perdí la cuenta de las noches en el infierno que cambié por esas mañanas en las que uno malgasta su vida calentando una silla de oficina. Cada uno muere como quiere, supongo. El móvil vuelve a estar lleno de mensajes que no me importan; vacío de palabras que siempre espero más allá de las circunstancias imposibles.

Reminiscencias del tour se presentan en mi cabeza mientras lucho contra el malestar que me atenaza: carrera de chupitos, una pinta tras otra, magia. Una de las primeras conclusiones que alcanzo es que deberían prohibir la entrada a los karaokes a tipos sin miedo al ridículo como yo. Se me presenta vívida la instantánea de sus ojos mirándome entre el público. Vivo mi propia penitencia por los pecados cometidos, así que no pude negarme a la sutil invitación de su sonrisa. Veo el sexo en fotogramas inconexos y rezo porque salgan los restos de su corrida de mi camiseta favorita. No aprendo. Camino a la ducha recordando su piel morena y me pregunto qué inspiraría ese culo cincelado por los dioses.

En el espejo he vuelto a ser lobo estepario, y siento en mí la desesperación y el miedo del propio Harry Haller a la navaja de afeitar. Nada quisiera más ahora que resucitar en el abrazo de la musa, y olvidar que la verdad jode pero curte. “Sólo es la resaca del éxtasis”, me miento, a sabiendas de que me espera un día de esos en los que uno, a pesar de todo, sólo siente angustia.

Paso las siguientes horas subido a lomos del tedio por la existencia, amparado en la idea de que podría ser peor, y que podría ser un hippie. En mi cuerpo sólo café con whisky por si acaso me matara la ingesta de algo sano tras el exceso. Hago acopio de fuerzas y retorno a las cosas buenas. Recuerdo a Liane en aquel restaurante latino, frente a unas tortillas de maíz cubiertas de queso, sonriendo como sonríe seguro en este momento. Llegué tarde y me maldije para mis adentros un buen rato, el tiempo compartido tenía para mí un valor incalculable, entre otras cosas porque a ella precisamente no le sobraba. La veo adentrándose en la oscuridad de mis abismos, a tientas pero decidida. No sabía entonces que clase de demonios habitaban en las tinieblas, no sabía entonces qué clase de animal terminaría por descubrir. No sabía nada acerca de la dualidad ingobernable. Me nacen versos que quizá algún día le entregue. Ese era su superpoder, el de inspirar a las personas. El de inspirarme.

Se me acaba el whisky y no me queda más remedio que reírme de la situación: a perro flaco todo son pulgas. Nada de valor me queda entonces en casa, entiendo que es hora de salir y respirar. Es así como, mecido por tan magnánimo recuerdo, decido perderme en la ciudad. No sé qué me deparará la noche, el nuevo baile, lo que si tengo claro es que lo primero es cenar. Y, como todo el mundo sabe, para la resaca no hay nada mejor que un kebab.

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