La rebelión del pelo ya empezaba a preocuparme. Algunas personas me miraban por la calle como buscando la almohada que aun pareciera estar incrustada en uno de los laterales de mi cabeza. A veces, en los dos. Subiendo la calle larga de la ciudad, leí con el rabillo del ojo el cartel: “Peluquería, 1ª planta”. Entré al portal sin dudar; tal era la urgencia. El ascensor tenía una luz parpadeante que se colaba por la rendija de cristal de la puerta, así que decidí subir por las escaleras. Ya en el primer piso, levanté la mirada en busca de algún signo que me diese pistas sobre dónde estaba la peluquería. Vi el letrero que la anunciaba sobre la puerta del 1ºC. Extendí el brazo izquierdo para llamar al timbre, pero justo entonces me percaté de un cartel torcido sobre el marco de la puerta de al lado, que decía “Explicaciones”. Me quedé en esa postura durante algunos segundos, con el dedo índice extendido sin llegar a tocar jamás el interruptor del timbre. El brazo volvió a su posición, ahora parecía un pingüino desorientado entre los cuatro felpudos grandes que, a su vez, bien podrían ser bloques de hielo. “Welcome!”, saludaba amablemente el felpudo del local de las explicaciones. No pude evitar tocar con los nudillos sobre su puerta, aunque me daba la impresión de que no habría nadie. Pero sí, de hecho, alguien abrió casi de inmediato.

— ¿Hola…? ¡Ah, hola! Sí, ¡hola, caballero, pase, pase!

— Eh…, disculpe, quería saber qué …

— ¡Sí, sí, claro, ahora se lo explicaremos todo!

Pasé. El hombre —que iba vestido con traje, pajarita y unas zapatillas de estar por casa que recreaban dos grandes cabezas de peluche de algún personaje de los Looney Tunes— cogió mi abrigo y lo dejó en un perchero situado sobre la pared de la entrada.

— Gracias, gracias… Pero solo quería preguntar …

— Ahora mismo, ahora mismo le atendemos. ¿Quiere café? ¿Una infusión?

— Pues…, sí, café, gracias. Aunque lo cierto es que …

— ¡No se preocupe! ¡Relájese!

Y eso hice. El hombre me acomodó en una sala de espera repleta de revistas y de polvo en la que no esperé más de 15 segundos antes de que me dieran paso a la “consulta” (eso ponía en la puerta). El café no llegó nunca, aunque tampoco me importó. Al cruzar la puerta pegué un pequeño grito agudo y volví a adoptar la postura del pingüino, dejando ambos brazos rígidos y estirados a lo largo del cuerpo. Debí abrir la boca unos seis centímetros. No me lo podía creer. Allí estaba sentado el que había sido el anterior presidente del gobierno del país. 

El escritorio era un caos, apartó unos cuadernos hacia su lado derecho y me miró sonriente. Leí un cartel a su espalda que anunciaba las tarifas: “1 explicación, 50€ <> 2 explicaciones, 25€”. No entendí la lógica, tampoco la quise preguntar por si ya contaba como una explicación. Tomé asiento en la butaca de este lado de la mesa. Entonces, él se quitó una miga (¿de croissant?) de la barba y empezó a hablar, sin que nadie le hubiera preguntado nada:

— Un vaso es un vaso y un plato es un plato. Lo más importante que se puede hacer por vosotros es lo que vosotros podáis hacer por vosotros. La cerámica de Talavera no es cosa menor, dicho de otra forma, es cosa mayor. Exportar es positivo porque vendes lo que produces. Dije que bajaría los impuestos y los estoy subiendo. Porque después del año 14 viene el año 15. Una cosa es ser solidario y otra cosa es serlo a cambio de nada. A veces es mejor no tomar decisiones, y eso en sí, es una decisión. No he dormido nada, no me pregunten demasiado. ETA es una gran nación. Fin de la cita.

Nos miramos en silencio. Le pregunté si aceptaba pago por bizum y me señaló un número de teléfono. Lo registré y le hice un envío de 50€. Me fui sin querer saber nada más sobre aquel negocio. No me crucé con el otro hombre al salir. No quise ir ya a la peluquería. Bajé a la calle y me fui a casa, no necesitaba más explicaciones.