Lee la parte anterior: Parte 1.
Caminaban en silencio. No tanto por obligación, sino porque no parecía haber alternativa. Se dirigían hacia el sur. El joven lo sabía porque las montañas negras les quedaban a la derecha, y los valles y llanuras azules, a la izquierda.
El primer día, lo que restaba de tarde, bajaron de la colina en la que estaba instalado el pueblo de Javin. A pesar de bajar, se le hizo cuesta arriba. Le costaba mantener el paso del anciano. No solo caminaba lentamente: también parecía detenerse a mirarlo todo, cada piedra, cada palo, cada hoja en el camino. Javin, en cambio, solo miraba en dos direcciones: delante, buscando en el horizonte adonde quiera que estuvieran yendo, y detrás, buscando al viejo, que parecía detenerse en cada arbusto, en cada hierbajo. Cuando ya empezaba a oscurecer, al mirar atrás también buscaba las luces o el humo de los hogares de su pueblo. Antes de que el sol se perdiera detrás de las montañas negras, llegaron a un refugio.
La primera noche le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que estaba tan lejos de casa. Era la primera vez que no cenaba en casa. Era la primera vez que no se iba a despertar en su cama. A pesar de ser primeras veces, para Javin tenían un regusto a última, pero no sabía explicar por qué. No le gustaba. No podía controlarlo. Desde donde estaban, si forzaba la vista, Javin podía intuir su pueblo. Un último vistazo. Al menos antes de volver.
Así que se concentró en el presente, en buscar ramas secas para encender una fogata. No habían parado a descansar, y los días de finales de verano seguían siendo largos. Tenía hambre, estaba cansado.
El viejo se sentó en el refugio. Javin escuchó cómo movía la tierra donde iban a hacer la hoguera. Sonrió. Le parecía divertido trabajar en equipo sin cruzar media palabra.
Encontrar suficientes ramas secas fue fácil. El camino en ese punto estaba al lado de la linde de un bosquecillo. En poco tiempo estaban sentados alrededor de un pequeño fuego. El muchacho fue a sacar de su mochila la comida que le habían dado su madre y su padre. El anciano le detuvo con un gesto, y sacó de su morral varias manzanas y un trozo de queso duro. Cortó varios trozos de queso. Lentamente. Pero con seguridad. Ensartó las manzanas en un palo largo y las asó. Comieron dando pequeños bocados. Comieron poco, pero cerraron los ojos con el estómago lleno y caliente.
Al amanecer del siguiente día se levantaron temprano, cuando el cielo aún estaba teñido de morado. Javin había estado soñando sobre principios y finales. Ruedas y nudos. Donde había un final, había un principio. Ya fuera porque se tocaran, como en una rueda que va girando, ya fuera porque se entrelazaran, como en un nudo. Los nudos y las ruedas eran útiles, necesarias incluso. No podía haber vida sin nudos y ruedas. No podía haber vida sin principios y finales. Sin cambios.
El día se le pasó en un suspiro, perdido entre sus pensamientos. Al anochecer habían llegado hasta otro refugio.
─¿De verdad es lento o ha acomodado su paso al camino? ─Javin abrió los ojos como platos cuando se dio cuenta de que había hecho la pregunta en voz alta.
─Me inclino por la segunda opción.
El muchacho abrió todavía más los ojos y buscó en todas direcciones quién había hablado. Se encontró unos ojos enterrados en un mar de arrugas y una boca que sonreía mientras masticaba un pedazo de pera.
─¡Ha… hablas! ¡Puedes hablar! ─exclamó Javin levantándose de un salto.
El anciano se limitó a asentir mientras sonreía.
─Pero… Pero…
A Javin no le salían las palabras. Tenía tantas preguntas que no le cabían en la boca. El anciano seguía masticando y sonriendo. Le lanzó una pera. Aquello pilló por sorpresa al muchacho, pero también le sacó de su sorpresa inicial.
─Siéntate. Tienes que descansar los pies. Y come un poco.
La voz del anciano era más suave de lo que había podido imaginar. Aunque, siendo totalmente sincero, ni siquiera imaginaba que tuviera voz. Se sentó y le pegó un bocado a la pera. Masticó mientras ponía en orden sus ideas.
─¿Por qué no has hablado antes? ¿Por qué no contestas a nadie en el pueblo? ¿De dónde vienes? ¡¿Cómo te llamas?! ─Las preguntas brotaron en torrente, mientras le caía el agua de la pera por la comisura de los labios.
─Me llaman Papú ─contestó el viejo tras una pausa mientras terminaba de masticar y tragar. Una vez dicho esto, paseó la mano encima del cuenco de frutas, cogió una baya azul y empezó a comérsela.
─¿Papú? ¿Abuelo? ¿El abuelo de quién?
El anciano asintió.
─¿Y por qué no hablas, si puedes hacerlo?
─¿Y por qué no callar, si puedes hacerlo?
─¿Por qué estás tanto tiempo callado, incluso cuando te preguntan los vecinos, Papú?
El anciano sonrió.
─Solo hago lo necesario. Solo respondo lo necesario. Solo contesto a quien no tiene ya una respuesta a sus preguntas.
─¿Por qué? ¿Qué significa eso?
─¿Has oído hablar de la Orden del Mediodía? ─Javin negó con la cabeza─. Solo quedo yo. Antes nos conocían por estos pueblos ─Papú suspiró─. Hacemos un juramento al ingresar: hacer solo lo justamente necesario.
─Y, ¿solo quedas tú?
El anciano le respondió con una mirada tan empapada de soledad que hizo brillar sus pequeños ojos. El silencio reinó durante un rato. Solo se oían los grillos y el crepitar del pequeño fuego.
─¿Adónde vamos?
─Busco la Torre.
─¿Qué torre?
─La Torre del Tiempo.
─¿Dónde está?
─La pregunta no es dónde, sino cuándo.
─No entiendo.
─Mañana, cuando lleguemos al siguiente pueblo, pregunta por la Torre.
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