El domingo de carnaval en Ciudad Testaruda se ofrece una vida a los dioses a cambio de inspiración perpetua. Un alma encerrada en sí misma que oculta su verdad es entregada en la Carroza de Fuego, donde se presenta su cuerpo desnudo, embadurnado de tinta negra para ser purificado al fin con la muerte. Se transforma, así, una mancha negra en simple y puro humo blanco.
El reo del año 2022 tenía por nombre Johan, al que llamaban Corazón Cerrado. Se lo acusaba de no mostrar su verdadera naturaleza al mundo y de no participar en el resto de tradiciones ancestrales. Su arte no era verdadero porque no era sincero. Y habría de pagar por ello.
Se enfrentaba al comienzo de su paseo de escarnio, completamente desnudo —para mostrarse así, al fin, como realmente era—, encadenado al suelo de una carroza de madera y manchado de tinta. El resto de habitantes celebraría el arte a su paso, acusándolo de falaz y poniendo en evidencia sus pecados.
La muchedumbre se agolpaba a su alrededor, a gritos. ¡Falso! ¡Fariseo! ¡Mentiroso!, gritaban. Algunos escupían. Otros lanzaban objetos, iracundos.
La agente Mia Lovelace, del Ministerio del Odio, tomaba nota en su libreta de las afrentas, que serían prohibidas a los demás conciudadanos a partir de ese momento.
Cesar Nava, el percusionista, redoblaba tambores para iniciar el paso. Cuando la carroza se ponía en marcha, tocaba lento, para poder dar sorbos a su vaso de güisqui. «¡Toca a muerto!», le pedían. Paró por un instante la música y cambió el semblante.
—De muerte no me hablen, que es de lo único que hablo —dijo antes de volver a su cometido.
El señor Fonz entonaba el réquiem con su voz de Géminis, ora con dulces plegarias melódicas, ora con voz de ultratumba para increpar al reo.
Deshazte de la capa que impide que brotes, ven…
Llegaron a la estatua de Inés, la poetisa. Representada fumando a los pies de una higuera y con cerezas en el ombligo, todos detenían su paso para recordar sus versos, que eran el himno del paseo del escarnio:
No bebí tragos de arena
pero sí estuve en el camino.
Llegaron al área más humilde, donde los niños aún tenían sueños. Allí esperaba, impertérrito, el antiguo socio del reo Johan. Conocido como Adri Ban, vertía su veneno en un cuenco de versos, acusando al que una vez fue compañero de fatigas, hoy en el corredor de la muerte.
Del abismo salió un ángel predicando la oración
sin piedad ni devoción a la traición del humano,
su condición de zángano, la acción en vano
de crear para destruir al que fue hermano…
En una esquina, al calor de un fuego de encina, Clasqhe, al que llamaban El Improvisador, rasgueaba su guitarra y celebraba la vida, casi sin mirar de reojo al casi muerto. De hacerlo, le habría inundado la pena.
Unos metros después, el predicador Ed Walrus hablaba de la salvación del reo, de la injusticia de la tradición, apenas para un puñado de personas. Defendía a ultranza la estupidez de la religión y la tradición arcaica en la que estaban, decía, sumidos. Además, era el más madrugador de la ciudad. Nunca fue juzgado ni censurado. El gobernador de Ciudad Testaruda sabía bien que un rebaño sin oveja negra no podría funcionar como él esperaba.
En el barrio de Las Voces, las hermanas siamesas Behindme y Claudia miraban con recelo a Corazón Cerrado. Ellas compartían corazón y no podían entender como alguien con un corazón entero para sí se lo guardara egoístamente. A veces Dios da ojos al que no quiere ver.
En el barrio de Ofiuco, Teresa Crespo, la Curandera, ofrecía la extremaunción al reo, con tinta blanca y sangre de su dedo índice, repitiendo las sagradas escrituras:
Que cabeza, carne y corazón
podían alejarse tanto,
que cuesta y sangra coserlos,
aún con cuerda de amarrar
y se clavan las astillas.
Que dormir no sale solo,
y la noche ya no es infinita.
La carroza seguía avanzando. Johan apenas sentía nada, sólo confusión por el calor de las hogueras, el volumen de las palabras y el sudor mezclado con la espesa tinta negra.
Más adelante, el Señor Rosa le ofreció sus canciones en una caja, para que lo ayudaran a purificarse en el fuego. Johan la tomó en sus manos y leyó las letras.
Muéstrale la verdad
a tus falsas razones
y se desvanecerán tus miedos.
Pidió clemencia el reo unos minutos después. Deseó saborear la risa una vez más antes de la muerte y se le concedió, porque la risa siempre cabe en cualquier rincón. Incluso en el rincón que te separa de la muerte. Pararon la carroza y los tambores y se dirigieron al Teatro Real, donde la comediante Sol ofrecía un soliloquio —Sol y Loquio, se llamaba la obra— de sus alocadas historias a los condenados. Johan rio, de buena gana, olvidándose del fuego y la muerte durante un tiempo. Se obligó a memorizar cada palabra para repetirla en su mente el resto del camino.
El agente del caos, el Sujeto J, prendió fuego a la carroza mientras el reo estaba en el teatro. Pidió agua después, para apagarlo, pero nunca la recogió. Se fue sin hacer ruido.
Sin carroza, tuvieron que seguir a pie. El reo movía los pies lentamente, suplicando agua. Después, para sí, pensaba en qué sentido tenía llegar a la muerte mejor hidratado. Lara Fernández, una de las más devotas del carnaval de Ciudad Testaruda, echaba más leña al árbol caído, cantando:
La muerte es su latido.
El silencio que marca el compás
que abre paso
ql desarraigo.
Y su sonido contiene
el único ápice al que puedes agarrarte:
el miedo.
Fermín y sus pájaros dieron descanso al percusionista Nava, amenizando con poemas de Javier Oliva la llegada al centro de la ciudad, donde esperaba la hoguera ya encendida para alimentarse del cuerpo del reo.
El colapso viene cuando
lo que llueve por fuera,
según vas a la contra,
todavía te llega.
A su llegada, las pintadas en las paredes de IZT, el artista callejero, dejaban leer «Punto de inflexión: la mentira es un parásito, pues se vale de la verdad para existir».
Henar de Andrés, la sacerdotisa, ofreció un trueque al reo: mis pensamientos por tu silencio, le dijo. El reo aceptó, pues callado ya estaba. Después ella se acercó a decirle algo al oído: «No he dicho nada».
Por último Alber Im, el juez, pidió conocer al reo. Lo interrogó durante varios minutos, sin obtener respuesta alguna. El juez decretó: «este hombre está hecho de miedos y canciones. Ejecutadlo».
Llegaron a la hoguera purificadora. El alcalde, el excelentísimo Jerónimo Varas, asió al reo y lo conminó a decir sus últimas palabras. Johan sacó aliento suficiente para olvidar la sed y el humo y declamó:
No hagáis fiestas.
No arranquéis flores.
No os engalanéis.
Por mí no.
Si queréis ver mi tumba, regadme.
Hendid mi sombra.
Cuando muera, convertidme en árbol.
Haced que hable.
Si queréis mis versos, esparcidlos.
Matad mis letras.
Cuando muera, convertidme en texto.
Marchaos a vuestras vidas.
Castellano, el escritor y notario, tomó nota de las últimas palabras del reo y añadió en voz alta:
La noche sin viento,
callada y ausente,
otorga en el silencio.
En ese momento, justo antes de la ejecución, la voz de Arn de Gothia, el fantasma del reo del año anterior se hizo notar en el silencio. Una risa casi enfermiza que puso la piel de gallina a todos los participantes.
Algo no estaba yendo como debería.
El señor Varas reaccionó. Arrojó al reo a la hoguera de súbito, ante el júbilo de los asistentes. Algunos dicen que le deslizó algún objeto antes de empujarlo. Nadie lo puede asegurar.
Los que sí sabemos es que, segundos más tarde, al consumirse el cuerpo, el humo blanco subió al cielo y se tornó en ave, ante la admiración e incredulidad de todos. Un fénix de humo, ceniza y pavesas se alzó en vuelo y un terrible quejido se oyó desde sus fauces.
A su manera, daba las gracias.
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