La secadora tardará 30 minutos. Tienes ese tiempo para escribir el texto de esta semana, así que sacas el cuadernito negro que llevas en el bolsillo de la chaqueta. Las piernas cruzadas, el boli en la mano y la espalda ligeramente encorvada, como quien se asoma tímidamente a un pozo. Te sientes un poco yanki mientras escuchas de fondo el sonido industrial del giro de los tambores metálicos de lavadoras y secadoras. Huele a suavizante; respira profundo, que es lo más cerca que estarás de los vastos campos de lavanda que existen en algún lugar. Levantas la mirada y buscas inspiración en el cartel grande y rojo que ocupa la pared central del establecimiento: “Speed Queen. World Nº1 in commercial laundry”. Hay rankings para todo, desde luego, y siempre encabezados por quienes los saca a colación.
Afinas la mirada para leer también el temporizador de la secadora: 24 minutos faltan aún. Sigues sintiéndote un poco de Chicago, Austin o Brooklyn, podrías estar dentro de un relato de Lucía Berlín o Charles Bukowski. Pero no, el hilo musical te ancla a Madrid y sus periferias; o, bien pensado, a cualquier otro lugar situado en un punto entre las Islas Baleares y La Patagonia. Lo que es seguro es que no estás en un relato yanki, aquí el realismo sucio tiene un hedor distinto. No va a tener lugar ninguna conversación con trasfondo filosófico con quienes aquí esperan a que dejen de sonar sus respectivos tambores. De esas que comienzan con un
– ¡Eh! ¿Tienes cambio?
– Voy a mirar…, sí, aquí tengo tres monedas…
– ¡Gracias, hombre!
– No hay de qué.
– Mmm, ¿vienes mucho por aquí? No te había visto antes. Y es raro, porque hago la colada casi religiosamente cada miércoles…
– Eh…, sí, sí, es mi primera vez por aquí.
– Ah, estupendo, bienvenido. Veo que escribes…
– ¿Lo dices por esto? No, no, solo es la lista de la compra. Ya sabes, aprovechando el tiempo…
– Sí…, entiendo, entiendo. Pues no olvides anotar 5kg de realismo mágico.
Y entonces, al terminar la frase, la persona se disuelve en un montón de polvo blanco. Su cuerpo entero queda, en cuestión de milésimas de segundo, reducido a unos 100 gramos de suavizante aromático. Se ensanchan los campos de lavanda.
7 minutos faltan para que finalice la secadora. Sigue sin ocurrir nada que te inspire. El boli se mantiene a dos centímetros de las hojas blancas del cuaderno, como una gaviota que espera impaciente la aparición de algún pez en la superficie antes de caer en picado. Acaba la secadora y te incorporas, abandonando la silla de plástico rojo sin una línea escrita. Caminas perezoso, aburrido porque aquí no pasa nada. Putos relatos yankis, ¿porqué ocurren tantas cosas en las lavanderías?
Abres la puerta de la máquina y te envuelve un aroma recalentado. Entras y sales del vientre materno, imaginariamente. Disfrutas de la sensación mientras los restos de suavizante incrustados en los agujeros del tambor comienzan a reunirse para formar cuerpos: uno, dos, …, hasta cinco. Te apartas ligeramente para dejar salir a estos cuerpos que ya son personas que, por cierto, te resultan familiares. Por supuesto, se han vestido con algunas de tus prendas secas y calientes. Caminan hasta la puerta de la lavandería:
– Hoy juegan los Phoenix, habrá que verlos –, dice el último tipo, mientras deja cerrarse lentamente la puerta de la lavandería al salir.
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